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elecciones en brasil 2022
Columna
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Y Brasil consagra la villanocracia

El fenómeno político de votar a los peores sabiendo que son peores está representado en Brasil por los millones de personas que votaron contra ellas mismas

Jair Bolsonaro durante un acto de campaña para las elecciones en Brasil.
Jair Bolsonaro durante un acto de campaña para las elecciones en Brasil.Andre Borges (Bloomberg)
Eliane Brum

En vísperas de la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil flotaba en el ambiente la esperanza de que Jair Bolsonaro y todo lo que el actual presidente representa fuera solo un accidente histórico. La ilusión se deshizo el propio domingo por la noche, cuando las urnas electrónicas dieron la noticia de que algunos de los brasileños que habían prestado el peor servicio público tenían un escaño garantizado en la Cámara de los Diputados y en el Senado. También se frustró la expectativa de que Luiz Inácio Lula da Silva pudiera salir elegido en la primera vuelta, como indicaban las últimas encuestas. Con el 48,43% de los votos, contra el 43,20% de Bolsonaro —una diferencia de más de seis millones de electores—, la disputa pasa a la segunda vuelta con un escenario muy difícil para el expresidente: Lula ganó en 14 estados, mientras que Bolsonaro lo hizo en 12 y en el Distrito Federal, pero perdió contra el actual presidente en dos de los colegios electorales más importantes del país, São Paulo y Río de Janeiro. Hay quien afirma que, en Brasil, la ola conservadora ha venido para quedarse, anidada en la extrema derecha, como sucede en otros países del mundo. Yo no lo veo así. Lo que está ahí no es conservadurismo, sino algo que todavía no somos capaces de denominar y que quizás podríamos llamar villanocracia. Llamar conservadores a quienes votan a los peores sabiendo que son peores es como llamar antigüedad a una silla de tres patas.

Vean: el general Eduardo Pazuello, el ministro de Sanidad tan incompetente que mandó oxígeno al Estado equivocado y dejó a enfermos de covid-19 muriéndose de asfixia en Manaos, a pesar de que había sido avisado de que sucedería, fue el segundo diputado más votado de Río de Janeiro. Luiz Henrique Mandetta, su antecesor, destituido por defender que la covid-19 debería enfrentarse con ciencia, fue derrotado. Ricardo Salles, el ministro de Medio Ambiente que propició el récord de deforestación en la Amazonia de los últimos 15 años y que defendió en una reunión ministerial que el Gobierno y sus aliados deberían aprovechar que la prensa estaba ocupada cubriendo la pandemia para “hacer pasar todo el ganado”, que significaba debilitar la legislación ambiental y aprobar leyes que permitieran la depredación de la selva y otros biomas, obtuvo casi el triple de votos que la ambientalista mundialmente reconocida Marina Silva. Conocida como la “musa del veneno”, Tereza Cristina dirigió el Ministerio de Agricultura hasta presentarse a las elecciones del Senado, periodo durante el cual se aprobaron más de 1.600 pesticidas. Ha salido elegida. Damares Alves, ministra de Mujer, Familia y Derechos Humanos que defiende que los niños vistan de azul y las niñas de rosa, mintió sobre su currículum y adoptó irregularmente a una niña indígena, también ha conseguido su plaza en el Senado. El astronauta Marcos Pontes, que comprobó con sus propios ojos que la Tierra es redonda, pero fue ministro de Ciencia de un Gobierno de terraplanistas, ha garantizado su escaño en el Senado. Y el general Hamilton Mourão, el vicepresidente de Bolsonaro, notable por defender la dictadura, es otro que atormentará la Cámara alta.

La lista de notorios villanos elegidos es larga. Llamar conservadores a los electores que hacen este tipo de elección no tiene sentido. Los legítimos conservadores deberían repudiar este error conceptual. Elegir a un ministro de Medio Ambiente que destruye el medio ambiente, a un ministro de Sanidad que destruye la salud, a una ministra de la Mujer que llama a los derechos de las mujeres “ideología de género”, a una ministra de Agricultura que envenena la tierra, el aire y el suelo, a un ministro de Ciencia que reniega de la ciencia no es conservadurismo. Cuando se llama conservadores a este tipo de electores, se les legitima. No hay nada de inmoral o antiético en ser conservador. El propio verbo “conservar” está cargado de positividad.

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El fenómeno político de votar a los peores sabiendo que son peores está representado en Brasil por las 51.072.234 personas que votaron contra ellas mismas, que quieren reelegir a un presidente que imitó a personas que morían de asfixia por la covid-19 al menos dos veces, que casi quintuplicó el número de armas en el país, que elevó el número de hambrientos a 33 millones y que está llevando la Amazonia al punto sin retorno. Este es el drama del día siguiente que viven los 57.259.405 brasileños y brasileñas que votaron a Lula y los casi 10 millones que votaron a otros candidatos. No se trata de aprender a vivir en un país con un gran contingente de conservadores, sino de descubrir cómo convivir con un gran contingente de personas que eligen a villanos para que dirijan el país. Este es el desafío de Brasil, y no terminará aunque Lula gane en la segunda vuelta.

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