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tribuna
Columna
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Las artes son parte del reino de los datos

Nos encontramos inmersos en una nueva cultura en la que la tecnología es indisociable del ser humano; también afecta a la creación artística, que aporta nuevos contextos éticos al adivinar hacia dónde nos lleva esa transformación

Arte digital
Una obra del artista Refik Anadol en la Feria de Arte Digital de Hong Kong, en octubre de 2021.Anadolu Agency (Anadolu Agency via Getty Images)

En 1968 se publicó la primera edición de un libro que cambió el mundo, Whole Earth Catalogue, de Stewart Brand. Sin embargo, no es exactamente un libro, se trata de una especie de enciclopedia con información sobre múltiples temas, desde granjas orgánicas, hasta sintetizadores electrónicos, pasando por la masturbación femenina. Cualquier persona podía encontrar en este catálogo contemporáneo soluciones a muchas de sus dudas y utilizarlo como guía para llevar una vida más sostenible. The New York Times definió este libro como el internet antes de internet, lo que podríamos llamar una web impresa, incluso un prototipo de Google. Pero en realidad la importancia de esta publicación está en que fue capaz de intuir por primera vez el ciberespacio, ejerciendo una influencia clara en los tecnólogos de su época, entre ellos Steve Jobs, quien definió el Whole Earth Catalogue como “una de las biblias de su generación”. Todo este movimiento contracultural constituyó un referente, no solo en la costa Oeste norteamericana, también se extendió por el mundo hasta llegar a Europa de la mano de los jóvenes franceses. Con el paso del tiempo, los principios de paz y amor que rodearon los primeros avances digitales se fueron quedando por el camino, y lo que vino después ya lo conocemos.

Ahora, en la segunda década del siglo XXI, nos encontramos inmersos en una nueva cultura en la que la tecnología es indisociable del ser humano. La principal característica de este momento es la ubicuidad de la conexión. Este fenómeno nos mantiene en alerta constante controlando la llegada de mensajes a través de teléfonos, ordenadores, relojes inteligentes, asistentes de voz y un largo etcétera. Cada una de estas interacciones genera datos que conforman nuestro recorrido digital dejando una huella indeleble. Esos datos servirán para diseñar nuestros perfiles de usuario y generar un tráfico de estímulos más adecuado a nuestros gustos y preferencias. Ha llegado la era del big data con sus algoritmos en los que algunos han visto hecha realidad la distopía orwelliana de la vigilancia constante del Big Brother.

Las transformaciones tecnológicas que se dan en todas las esferas de nuestra realidad también afectan a la creación artística. En la tesis doctoral On ethics in emerging media arts and architecture (sobre la ética en los nuevos medios artísticos y la arquitectura), Ana Herruzo explica el concepto de arte de vigilancia y lo identifica como aquel que utiliza la tecnología para recopilar el comportamiento humano. A partir de esto se plantea si el concepto de privacidad es una cuestión obsoleta que dejará de tener sentido en un breve espacio de tiempo. Es curioso como el arte ha sido capaz de anticipar cuestiones como la medición y el control del comportamiento humano, como hizo el trabajo de la artista Julia Scher en los años ochenta.

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También ha sido sujeto de análisis artístico la hiperconexión a la información generada por los medios de masas. La artista neoyorquina Dara Birnbaum ha hecho un largo recorrido en el tiempo desde 1977, cuando recogió los datos del informe Nielsen sobre el consumo medio de televisión en los hogares norteamericanos. En aquel momento la televisión absorbía más de 7 horas y 20 minutos de cada jornada, pero ella intuía que este era solo un punto de partida. Los datos de 2018 le dieron la razón apuntando un incremento, que podría ser considerado como natural. En ese año se descubrió que la media del país estaba en 11 horas por día. Esto suponía una constante interactuación con los dispositivos proveedores de información, otorgándoles un poder innegable en la conformación de la opinión pública. Partiendo de estos datos, Birnmaun demuestra el dominio de la tecnología para transmitir narrativas que generan efectos a escala global, no solo individualmente sino en los discursos de las naciones, y lo vincula con los últimos acontecimientos sucedidos en su país.

Debieron ser estas experiencias y otras similares el motivo que llevó a John Maeda, uno de los principales defensores de la humanización de la tecnología, a desarrollar en 2013 la idea de la necesidad de incorporar las artes al proceso de innovación. Fue él quien acuñó el término STEAM, las siglas en inglés de los pilares básicos de la evolución: ciencias, tecnología, ingeniería, matemáticas y artes. Lo que las artes aportan a este conjunto de disciplinas va más allá del mero concepto de búsqueda de la belleza. Su contribución se basa en procesos de análisis diferentes que generan una visión de la tecnología desde otros parámetros. Las artes incorporan la percepción de la realidad desde una visión fuera de todo marco, y se plantean nuevos contextos éticos al adivinar la realidad a la que nos lleva la tecnología. Desde esta visión más completa, holística, podemos asumir nuevas éticas para la gestión de los datos.

Ahora nos enfrentamos a la dificultad de diseñar una estrategia para alcanzar ese objetivo. Vuelvo a la tesis de Ana Herruzo que explica muy bien cómo se ha incorporado esta perspectiva en el diseño curricular de la educación en Estados Unidos. Una de las iniciativas que nos debería servir de referencia es la creación de un centro especializado en experiencias inmersivas en la Universidad de Arizona. En él van a confluir las investigaciones sobre la realidad extendida y la cultura digital, aplicando un enfoque ético. Tecnólogos y artistas trabajarán conjuntamente para diseñar el futuro. Ese es el camino a seguir.

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