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Tribuna
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Vencer el miedo

Leer las notas sobre libros de Gabriel Ferrater era como frecuentar un amigo que es al mismo tiempo buen lector y buen conversador, y que se los toma con la seriedad de los que saben que en esto de la literatura les va la vida

(Foto: Cèsar Malet / Album)
(Foto: Cèsar Malet / Album)quintatinta
Juan Gabriel Vásquez

Por esos días del año 2002, yo llevaba casi tres años viviendo en Barcelona, había renunciado a mi trabajo en la revista Lateral y buscaba desesperadamente maneras de ganarme la vida con lo único que me interesaba: leer literatura, tratar de escribirla o escribir sobre ella. Una de las primeras personas que había conocido en la ciudad, el editor Pere Sureda, me encargó generosamente trabajos diversos que me permitieron sobrevivir mientras escribía una novela que acabaría llamándose Los informantes. Así traduje libros de Colin Thubron y de Soazig Aaron, entre los autores vivos, y de Victor Hugo y John Dos Passos, entre los muertos. La otra parte de mis encargos consistía en informes de lectura que hacía para todos los sellos de aquel grupo editorial. En el momento de encargarme el primero, alguien me puso en las manos un volumen de tapas azules que la editorial Península había publicado dos años antes: Noticias de libros, de Gabriel Ferrater. “Algo así es lo que hay que hacer”, recuerdo que me dijeron. Y algo así es lo que hice, o traté de hacer, durante varios meses de oficios múltiples.

Noticias de libros recopilaba todos los informes de lectura que Ferrater, de quien yo no sabía nada por entonces, había escrito en tiempos dispersos de su dispersa vida: para Seix Barral en dos épocas distintas y, entre ellas, para la editorial alemana Rowohlt. Eran textos breves cuya misión era recomendar —o, más a menudo, lo contrario— la publicación de un libro, pero su inteligencia pavorosa, su escritura precisa, su cultura abarcadora y su sentido del humor los convertía en otra cosa: leer esos informes olvidados entre papeles viejos era como frecuentar un amigo que es al mismo tiempo buen lector y buen conversador, y que se toma los libros con la seriedad de los que saben que en esto de la literatura les va la vida y al mismo tiempo desbarata de un plumazo cualquier asomo de solemnidad. Su intransigencia es un espectáculo. De un autor dice: “No es bestia del todo, pero el hombre es dogmático”. De otro, un hombre de la Alemania Democrática que se ha pasado a la Federal: “No sabe desembarazarse de la maña conciencia. El libro quiere digerir el teatro del absurdo con los jugos gástricos de San Lúkacs, y el resultado es que el autor tiene una apreciable úlcera de estómago, y quiere transferírsela al lector”.

Uno de los documentos más bellos del volumen es la carta que Ferrater le escribe a Jaime Salinas, que desde Alianza editorial le ha pedido su opinión sobre ciertas traducciones de Dashiell Hammett. La carta me hizo pensar en Julio Cortázar, cuya correspondencia tiene el mismo efecto: uno quiere estar ahí, uno quiere que este hombre siga hablando de cualquier cosa, porque de todo habla con gracia, con un tono de intimidad y a la vez ironía constante que es un regalo para el destinatario. Ferrater le da a Salinas da su opinión sobre las novelas de Hammett —la que más le gusta es Cosecha roja y en segundo lugar viene El halcón maltés— y luego le dice: “Pero si lo que te interesa es el juicio sobre las traducciones: todas son malas, pero los curas ya enseñan que el pecado tiene graduaciones”. Y cuando le explica sus razones, libro por libro, se nos abre una ventana hacia un hombre de rigor, cultura y una rara forma de la elegancia, un hombre que tuvo que ser una compañía deliciosa cuando sus demonios no lo hacían insoportable. Siempre quise saber más de él.

Ahora he podido hacerlo, después de tantos años, gracias al libro bellísimo que Jordi Amat publicó hace unos meses: en abril, para ser precisos, sin duda con la intención de hacerlo coincidir con el suicidio de Ferrater. El día 27 de ese mes, hace exactamente medio siglo, Ferrater subió las escaleras de su edificio hasta su piso de la cuarta planta, donde tenía unos estantes con pocos libros y un escritorio que le había regalado José María Valverde, se puso una bolsa en la cabeza, la ató con una cinta y se dejó morir de asfixia. Amat escribe: “Quizás bebe. Quizás toma pastillas para dormir”. Y hay algo conmovedor en estas palabras, como si el biógrafo se compadeciera de su biografiado, como si Amat, en el momento de escribir la escena del suicidio, le hubiera deseado a Ferrater una muerte indolora: como si para Amat fuera importante imaginarla así, a pesar de no tener ninguna prueba de que así fuera. El título del libro, Vencer el miedo, sale de una carta que le escribió a Gabriel su hermano, Joan Ferraté: “El miedo no se deja vencer, porque es la otra cara de todas nuestras afirmaciones, y sobre todo de las más profundas y esenciales: vencer el miedo sería quizás lo mismo que suicidarse”.

Vencer el miedo es un libro extraño, porque es una biografía rigurosa pero además el testimonio melancólico de un conocimiento imposible; un trabajo de dedicación (dedicación de biógrafo, sí), pero además el resultado de una curiosidad especial, la persecución obsesiva de una figura escurridiza. “Demasiadas veces Ferrater te resbala entre las manos”, dice Amat que decía José María Castellet. El libro está construido a partir de cartas y documentos y diarios que jamás habían salido a la luz, y también a partir de azares y complicidades y entrevistas y encuentros, pero lo que lo mantiene en pie es el misterio inasible de la figura de Ferrater, o el intento de Amat por develar ese misterio. Eso es lo que quiere Vencer el miedo: saber quién fue este hombre, pero saberlo, si así puedo decirlo, desde dentro: más que reconstruir su vida, lo que hace Amat es interpretarlo. Amat recuerda en su nota de autor sus propios estudios de la “nueva biografía”, y habla de Stefan Zweig y de Lytton Strachey, pero yo me pregunto si aquí no hay algo de En busca de Corvo, de AJ Symons: se trata de perseguir una vida para averiguar de qué se trató, para iluminar su misterio.

El libro de Amat es una indagación en el mito de Ferrater, y al mismo tiempo lo desbarata y lo vuelve a armar. Aquí está la importancia de las mujeres en su vida, que eran, con la literatura, la otra fuerza que le permitía seguir vivo. Aquí está ese lector que lo tiene todo en la cabeza y que es incapaz de leer de manera convencional, siempre entrando en los grandes libros por puertas impredecibles, siempre sacando de ellos algo inesperado. Aquí está el retrato de una generación, de una clase y de una ciudad que moldearon la cultura de su momento, incluida, por vías impredecibles, la latinoamericana. Y aquí he encontrado, en fin, la construcción o la anatomía del poeta extraordinario cuyas Mujeres y días leí yo —en la edición bilingüe de Seix-Barral, publicada ahora hace 20 años— con la sensación de que mucho me habría servido leerlo años antes, en momentos más difíciles. En eso también es fantástico Amat: en trazar las formas en que la literatura era para Ferrater un refugio y un rescate y una manera de sobrevivir, como lo fue para mí desde mi llegada a Barcelona en 1999. Leer esta vida contada e interpretada y escrutada me ha recordado esos años de traducciones e informes de lectura, cuando intentaba encontrar mi lugar en esa ciudad de la que me fui hace ya diez años, pero de la cual, en muchos sentidos, no me he ido nunca.

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