Fotos con alma
Fotoperiodista es quien cuenta la historia sin palabras. Hoy, en la era del todo vale si es barato, son especie en extinción en muchos medios
Ayer vi a bebés de 10 kilos berrear de miedo en brazos de sus padres en su primer día de colegio. A padres maldiciendo la primera de esa sucesión de putadas también conocida como ley de vida. A viejos con todo el santo día por delante viendo pasar las prisas de los otros en los sillones de masaje de los centros comerciales. A políticos metiéndonosla doblada en todo tipo de foros. A un señor poniéndose ciego a langosta y a otro pidiendo de comer en la misma acera. Ayer vi sonrisas y lágrimas y belleza y fealdad y opulencia y miseria en el paisaje y el paisanaje. Ayer vi cosas extraordinarias y en cada cosa que vi había una foto de portada. Podría haberla hecho yo misma. O cualquiera. Quemar los megapíxeles del móvil, hacer un contrapicado dramático, pasarle un filtro a la instantánea y dármelas de reportera gráfica. Como si eso fuera ya no fácil, sino siquiera posible. Pero no. Eso es otra cosa.
Un fotoperiodista es un alma en pena y en vilo a la caza de almas ajenas. Un insatisfecho crónico porque la luz se ha ido, o no ha venido, o ha pasado o dejado de pasar una nube en el momento crítico. En tres décadas de plumilla he conocido a unos cuantos. Algunos, ansiosos, se sofocan cual novicias hasta que creen tener la foto. Otros, flemáticos, llegan, ven y vencen sin mover ni la ceja del ojo que guiñan. Ninguno está nunca contento y, cuando lo está, es casi peor, porque no hay quien lo aguante cantar las alabanzas de su arte. Fotoperiodista es quien cuenta la historia sin palabras. Un colega que lo mismo te hace un bache, que una guerra, que una operación salida de tráfico, que un retratazo psicológico en el que deja en cueros vivos al retratado más hermético. Hoy, en la era del todo vale si es barato, son especie en extinción en muchos medios. Demasiados languidecen con el culo atornillado a una mesa con una pantalla delante editando fotos de otros mientras rumian que ellos lo hubieran hecho más bonito, mejor, distinto. Bernardo Pérez, 66 palos entre pecho y espalda, es un gran jefe de esa tribu. Lleva casi medio siglo capturando la vida. Cuando, hace no tanto, sin comerlo ni beberlo o precisamente por hacerlo demasiado, le dio un jamacuco a ese corazón que no le cabe en el pecho pese a tener sitio de sobra, juró en la camilla que lo llevaba a toda leche al quirófano que, si salía de esa, se compraba una Harley King Road, valga la redundancia. Salió. Cumplió el juramento. A lomos de esa burra, de la que no se baja ni a tiros, llega cada semana a robarles el alma a los protagonistas de la entrevista de la contraportada de los domingos de este periódico. Hoy inaugura una exposición antológica en el festival Hay de Segovia. Yo no me la perdería.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.