Repetida
Nos vamos sin irnos y, cuando volvemos, resulta que nos hemos quedado en otro sitio que es el de siempre
Vuelvo a casa después de unas vacaciones. Playa. Arroces. Cervecita. Siesta. Naipes. Libros. Baños. Familia. Especialización en mosquitos. Máster en medusas ―las huevofrito son buenas y hay que dejarlas flotar―. Un veraneo a la antigua, casi vintage, privilegiado, sin glamur. El dolce far casi niente y el encefalograma casi plano me limpian los sesitos de las moléculas de glutamato que causan fatiga mental: este comentario evidencia que nadie desconecta del todo porque se hundiría esta realidad, siniestra y reflectante, sustentada en el deseo de irse para poderse ver a todas horas. Así pues, he tenido tiempo de hacerme algún selfi, leer a David Foster Wallace y ver mucha televisión. Precisamente Foster Wallace, escritor estadounidense, dedica cuentos vitriólicos a concursos míticos como Jeopardy!; presentadores como David Letterman, que reinventa el espectáculo televisivo perpetrando antiespectáculos ―¿en qué consiste la originalidad de nuestros catódicos iconos nacionales?―, y series como Hawai 5.0: polis blancos dan instrucciones a orientales subalternos para salvar el mundo de orientales malignos y lograr así que el mal no se extienda al “continente”. Los orientales malignos quieren ser igual de poderosos que los blancos dominantes que, por cierto, logran que yo lea con placer no tanto a Aminata Sow Fall, como al lucidísimo David Foster Wallace, que escribe en inglés y quizá se ahorcase ante la insatisfacción generada por contracciones que, en realidad, son sinergias económico-culturales.
Foster Wallace también cuenta por qué nos encanta ver series repetidas. Sin glutamato pero morena, vuelvo a quedarme atónita con House, médico drogadicto, putero y sádico que subraya la hipocresía moral de la democracia made in USA: se culpabiliza a la víctima de cáncer de pulmón ―no tiene lacito― por fumarse el tabaco que vendemos; se alienta la anorexia de niñas a quienes se les compran tartas de cumpleaños sin azúcar para que alcancen el trono de Miss Arkansas; se extirpan tumores que segregan adrenalina y son la raíz de la violencia de un asesino para llevarlo ―niquelado, sano y, por supuesto, negro― al corredor de la muerte; se aplaude la valentía de una pequeña moribunda que disfraza su dolor porque la dignidad de su llanto rabioso no resultaría comercial; se aboga por una sanidad que solo es de excelencia si se ciñe a los parámetros de rentabilidad y modelo de negocio; se valora al desclasado que asciende en la escala social y cree que quienes no lo han conseguido son escoria porque el sistema funciona: él es el ejemplo y los demás, culpables… En House la gente muere de rabia o sífilis, de mierda y hongos de debajo de la pila, pese a que en los diagnósticos diferenciales se mencionen sarcoidosis, lupus o vasculitis. Aprendo lo que ya sé y, aunque House denuncie los valores del imperio al que aspiramos, temo que me seduzca y engañe. Segrego glutamato pegajoso. Quizá por eso, al retornar a mi hogar, abro muchas veces distintos cajones. No recuerdo dónde solemos guardar las cucharillas. Es como si hubiese regresado de un viaje astral o estuviese pegada al bucle de repetición de las imágenes. Nos vamos sin irnos y, cuando volvemos, resulta que nos hemos quedado en otro sitio que es el de siempre.
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