Nadie es el molde del mundo
De niña constaté que podía ser difícil hacer los deberes. Vi que mi vida y lo que yo creía natural era solo una opción de muchas
Cuando era niña, una de mis rutinas favoritas era el ritual de las tardes de invierno. Salir de clase a las cinco y media. Llegar a casa a las seis. Ponerme el pijama. Merendar viendo los dibujos animados. Salir corriendo a hacer los deberes antes de que se hiciera tarde. Y esa sensación especial al terminarlos, mezcla de alegría, libertad y orgullo. Alegría por haber cumplido mi parte y porque sí. Era feliz y me gustaba estar contenta. Libertad, porque terminar suponía jugar, leer, hacer cosas divertidas. Y orgullo, porque me gustaba hacer bien los deberes y por lo que decían en el cole, solía conseguirlo.
Según el rinconcito infantil al que me traslade, cambia algún detalle. Por ejemplo, cuando era más pequeña, los dibujos los veía en casa de la abuela, dos pisos más arriba, porque nosotros no teníamos tele. O cambia la manera de llegar a casa. Con el abuelo, con mami o en autobús. Como hermana pequeña, sola o de hermana mayor. Cambian los detalles, pero no el ritual. Al llegar a casa, siempre merendaba y siempre hacía los deberes. Los hacía bien y me sentía orgullosa. Era lo natural. Ni siquiera se me habría ocurrido pensar que pudiera ser de otro modo.
Hasta que un día la profe Mercedes riñó a una amiga por no hacer los deberes. Teníamos 10 años, estábamos trabajando las descripciones en Lengua y nos encargó un ejercicio muy chulo: describe una cueva. Yo escribí un pequeño cuento aventurero de piratas para llegar a esa cueva que debía dibujar con mis palabras. El día anterior, mi amiga me había contado la maravillosa historia de extraterrestres que se le había ocurrido para arropar su descripción. Me quedé dormida, me dijo cuando le pregunté, extrañada, qué había pasado. Por la tarde había llevado a sus hermanos al parque porque su padre tenía que terminar tranquilo algo muy importante de su trabajo. En su casa vivían ocho personas y todas hacían los deberes en la salita donde dormían los más pequeños. Después de cenar, con una lamparita para no despertar a sus hermanos, empezó su historia. Pero se quedó dormida.
Su respuesta fue un fogonazo imprevisto. ¡Qué difícil podía ser hacer los deberes! Por un momento se me ocurrió que mi vida no era el molde para describir el mundo y, a lo mejor, lo que yo creía natural era solo una opción de muchas. Me dolió el estómago y me pareció raro sentirme a la vez afortunada y enfadada. No me gustó pensar que el mundo era injusto. Seguí haciendo bien los deberes y empecé a sentirme más afortunada y menos orgullosa.
Cuando leo discusiones sesudas sobre meritocracia, justificaciones absurdas sobre becas para hogares con rentas de 35.000 euros por persona, críticas a la subida del gasto público o peticiones de bajadas masivas de impuestos, como si los servicios se financiasen solos, siempre pienso en esta historia, en todas las que no conozco. Defender lo público es defender la igualdad de oportunidades, incluida la igualdad de que esforzarse no resulte insuficiente. Dejar que se consolide una realidad dividida en dos circuitos de servicios y oportunidades que nunca se tocan hace que esos mundos no se conozcan, que nos volvamos niños eternos de 10 años que se creen el molde del mundo, que defendamos que no hay pobres pese a los informes de Cáritas y que magníficas historias de extraterrestres se pierdan en la sombra.
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