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Columna
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Mora soy, mora me quedo

Una señora que nunca tuvo actitud racista alguna, de repente es sometida al escrutinio de la inquisición lingüística para generarle una culpa que no es la suya

Varias trabajadoras marroquíes muestran su documentación caducada para acceder a Ceuta.
Varias trabajadoras marroquíes muestran su documentación caducada para acceder a Ceuta.FADEL SENNA (AFP)
Najat El Hachmi

Una de mis lectoras me preguntaba desconcertada si está bien o mal usar la palabra moro/a porque no lo tenía nada claro. “Hace muchos años”, me dijo, “cuando todavía no había magrebíes, marroquíes, musulmanes... bueno, ya me entiendes... entonces yo decía moro sin que fuera nada despectivo, pero luego empezaron a regañarme cada vez que usaba la palabra y dejé de decirla. Me esforcé mucho para cambiar mi forma de hablar, pero al leer tu novela me encuentro con que pones moras por todas partes y yo ya no sé si está bien o está mal”.

Su observación me pareció un resumen preciso de todos los problemas que nos ha traído el lenguaje políticamente correcto: una señora que nunca tuvo actitud racista alguna, de repente es sometida al escrutinio de la inquisición lingüística para generarle una culpa que no es la suya mientras que los racistas de verdad, al camuflar hábilmente la forma en la que expresan su rechazo al otro, campan a sus anchas por este mundo sin que nadie pueda señalarlos. A esto, en otra época, lo hubiéramos llamado simple y llana hipocresía, pero en tiempos de histeria tuitera lo convertimos todo en una gran ofensa, en delito de odio.

Mi lectora no es la primera en transmitirme esta vacilación en el uso del palabro ni la incomodidad que genera. Mi abuelo, que había trabajado para los españoles durante el protectorado, decía moro con toda la naturalidad y en el barrio donde crecí, aunque muchos de nuestros compañeros de colegio echaban mano del “moro de mierda” cuando querían insultarnos de verdad, que nosotros pudiéramos responder con un “gitano de mierda” o “charnego de mierda” era algo que nos igualaba bastante. Para mí era mucho más hiriente que me dijeran “vete a tu país” que que me llamaran mora. Para un inmigrante, un exiliado económico, un desterrado de su lugar de nacimiento, que te devuelvan al sitio del que fuiste expulsada es mucho más doloroso que que te recuerden tu origen religioso, cultural o étnico. Ser mora no tiene en sí nada de malo, en realidad. Así que, ¿para qué llamarnos otras cosas menos precisas, con menor carga simbólica? Lo más complicado en todo esto es que tratamos de corregir mediante el lenguaje algo muy difícil de medir objetivamente: la intencionalidad del hablante. Personalmente, si puedo escoger, prefiero que me llamen mora y me traten como persona que que me llamen algo más correcto y me traten como mora.

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