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Columna
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El legado de la Barcelona olímpica

Los Juegos Olímpicos de 1992 fueron clave para sacar a la capital catalana de un hiriente retraso histórico material

Vista aérea del puerto de Barcelona, con las torres de la Villa Olímpica, el Port Olímpic y la Sagrada Familia al fondo.
Vista aérea del puerto de Barcelona, con las torres de la Villa Olímpica, el Port Olímpic y la Sagrada Familia al fondo.©Joan Sánchez (EL PAÍS)
Xavier Vidal-Folch

Los grandes momentos de la humanidad o —en menos grandilocuente— del quehacer humano dejan dos tipos de legado: material e inmaterial.

Roma es ejemplo de que lo decisivo es lo inmaterial. Entre el qué y el cómo, el cómo; entre las cosas y las maneras, estas; entre las obras y las ideas, o bien las reglas, la norma.

El diseño de las grandes infraestructuras, teatros, vías, y acueductos, sobresalió. Como el de los artilugios y las técnicas militares o las agrícolas. Pero más perenne que todo eso fue la visión (aún limitada) de la ciudadanía, la retórica, la historia, y especialmente el derecho. Si de nuestros actuales códigos civiles europeos extirpásemos los conceptos, principios y equilibrios de los romanos, quedarían en blanco.

La cita olímpica de 1992 fue clave para sacar a Barcelona de un hiriente retraso histórico material.

Logró la conectividad (rondas de circunvalación), la porosidad entre barrios (monumentalización de la periferia obrera); las instalaciones deportivas de gran nivel, y uso cotidiano (puerto, anillo olímpico y otras en el rerepaís o hinterland); las torres de telecomunicaciones; la hotelería privada (apenas había establecimientos de alta gama)... y la siembra para un posterior aeropuerto digno, un puerto interconectado con ferrovía europea y la alta velocidad. Mucho de ello se debió al holding entre el Ayuntamiento y el Estado.

En pocos años se hizo más que en siglos. Así, un solo Maragall procuró más obra tangible que cualquier presidente de la Generalitat (el mismo Pasqual incluido) desde 1359.

Pero ni siquiera la obra fue lo fundamental. Lo esencial, lo que aún dura hoy, es el legado inmaterial de aquel 1992. Al menos en tres ámbitos. Uno fue la siembra y atracción de talento. La meritocracia opacó un tiempo al nepotismo. La tradicional absorción y cualificación de trabajadores para la industria dio paso a la incorporación de profesionales tecnológicos, innovadores y al emprendimiento sin paraguas proteccionista (startups): a un marketplace cosmopolita, todavía resistente.

Dos, la complicidad público/privada y consorciada, barcelonesa/española, con el espacio metropolitano y el catalán. La capital hanseática renovó laureles, sedujo y atrajo, ofreció y recibió a raudales.

Y tres, el arrastre y el referente de un liderazgo inclusivo, persiguiendo con pasión obsesiva un objetivo.

Luego llegaron a Cataluña ominosos vientos de retracción endogámica, que han hecho imposibles muchas cosas y muchos sueños sensatos. Pero la base inmaterial, el patrimonio moral, un cierto modo de hacer, todo eso sigue ahí.

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