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Columna
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Menos egoísmo, más indiferencia

Hilma af Klint pintaba con el cuerpo grandes formatos que si una tiene la suerte de poder contemplar en directo pueden fulminarla por su riqueza en formas, colores, emoción y potencia

"Núm. 7, edad adulta", de Hilma af Klint (1907).
"Núm. 7, edad adulta", de Hilma af Klint (1907).

“Muchos pintores trabajan con tanto cuidado y tanta dedicación con la imprimación y la elaboración del cuadro para conservarlo para la eternidad que acaban perdiendo su fuego”, escribió Edvard Munch en sus cuadernos. Según el pintor noruego, un cuadro bueno no podía desaparecer nunca, una pintura buena con 10 agujeros era mejor que 10 pinturas malas sin agujero: un pensamiento genial no podía morir.

Lo mismo pensaba su contemporánea Hilma af Klint, quien dedicó la mayor parte de su vida a trabajar en una obra extensa y compleja a la que tituló Paintings for the Temple. Compuesta por más de mil trabajos sobre tela y papel, fue guardada cuidadosamente cuando esta falleció. Dejó instrucciones: las cajas que la contenían no podrían abrirse hasta que hubieran pasado 20 años desde su muerte. Hilma af Klint era conocedora del valor de su trabajo, crítico con un mundo que se construía sobre la dualidad (usaba el azul para representar lo femenino y el amarillo para lo masculino, los espectadores nos enfrentamos a grandes manchas de verdes luminosos), seguramente era consciente de que la historia se escribía en amarillo. Es ilustrativo leer las palabras de su contemporáneo Vasili Kandinsky en 1911 definiendo la obra propia como revolucionaria por el abandono del naturalismo, pidiendo aplauso. Hilma af Klint pintó la primera pieza no figurativa en 1906. “Menos egoísmo, más indiferencia”, escribió. Llegó a la abstracción por la necesidad de enfrentarse a lo invisible, porque su interés no solo residía en la plástica, sino también en los avances científicos del momento y en el ocultismo. Pintaba y escondía su trabajo, se borraba a sí misma, cristalizando el caos y la evolución del ser humano en figuras geométricas.

Klint perteneció a la segunda generación de mujeres suecas que pudieron ingresar en la academia, y sus primeras obras —retratos y paisajes de una ejecución impecable— le permitieron vivir de su oficio durante la juventud. Aprendió a ignorar su miedo porque pensaba que sin la voluntad de creer en una misma nada bueno podía suceder, y dejó atrás la vida familiar porque sentía que de ese modo su vida emergería revestida de una perfección y belleza en constante expansión. Para lograrlo necesitaba encontrar la calma “tanto del pensamiento, como en el sentimiento”.

La pintura colocó a Hilma en un lugar elevado en la relación que estableció consigo misma y con el mundo, entendió que podía llevarla más allá permitiéndole representar el mundo desde su interior: pintaba con el cuerpo grandes formatos que si una tiene la suerte de poder contemplar en directo pueden fulminarla por su riqueza en formas, colores, emoción y potencia. Las piezas te envuelven y escuchas el sonido del grafito que utilizó para encajar las formas, el sonido húmedo de las brochas repartiendo el color sobre la superficie de la tela. Ves a Hilma de pie, sobre la pintura, encorvándose para resolver la imagen de un cisne pardo que se confunde con otros tres (blanco, rosa, ocre) sobre un fondo negro atravesado por una espiral multicolor. Fulmina a los cisnes y nos presenta dibujos automáticos llenos de belleza: líneas, círculos concéntricos, espirales y óvalos con una gran carga simbólica que engulle nuestra mirada.

Recuperamos su fuego en 1986, cuando se abrieron las cajas. En 2005 pudo verse su primera exposición. “No pinto para estos o aquellos. Lo siento. Soy un proletario soberano de tal calaña (…) que digo: ‘¡Voy a hacer esto! Y ustedes pueden decir lo que les dé la gana’. Para qué sirve, ni yo mismo lo sé. Pero lo hago. Porque sé que esto fue así y no de otro modo”. Son las palabras de Otto Dix, otro de sus contemporáneos, pero podrían parecerse a las de ella, una mujer que vivió de espaldas al éxito y que, al contrario que su colega, sabía perfectamente qué hacía con su pintura.

Vasily Kandinsky, Piet Mondrian y Hilma af Klint murieron en 1944, pero solo los dos primeros tienen un lugar en la historia del arte. Se los presenta como auténticos revolucionarios.

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