Yo, ‘mindundi’
Las investigaciones periodísticas suelen consistir en que alguien cabreado con alguien quiere putearlo y/o conseguir algo, y tú le sirves de mensajero a cambio de ego y gloria, en el mejor de los casos, hasta que te la mete doblada
La primera vez que un político me invitó a comer yo empezaba en mi oficio y él estaba en las últimas en el suyo, aunque aún no lo sabía. Fui porque se supone que una periodista recién salida del huevo tenía que hacer agenda y porque entonces la palabra “no” no entraba en mi léxico. Confieso que llegué a la cita a la vez nerviosa y halagada, pensando que el pavo me había escogido para darme la exclusiva del siglo. Criaturita. El gerifalte, cabeza de ratón, aunque se creyera no ya la cola, sino el mismísimo león en persona, no quería nada. Solo “conocernos”, dorarme la píldora al rojo vivo y, ya puesto, preguntarme cómo veía sus posibilidades frente a su rival en no sé qué congreso de su partido y qué creía yo que “podíamos” hacer para mejorarlas. Yo me hice la tonta, me limité a hacer como si aquello fuera lo más normal del mundo, ya que, por lo visto, lo era, y salí de najas. De aquel opíparo almuerzo en un japonés carísimo que estoy segura de que no pagó de su bolsillo saqué un par de cosas en claro. Que el sushi no es lo mío y que, por muy fresco que sea, el pescado huele que apesta casi en cuanto sale del agua. Desde entonces, algo he aprendido del oficio y de la vida.
Claro que he ido, y voy, a comidas con políticos, prebostes y poderosos. Ni las noticias ni la vida están en las ruedas de prensa. Pero, cada vez que alguien me invita a algo, se me pone en guardia el sistema inmunitario. No digo con eso que el compadreo en los reservados de los alrededores del Congreso, la Bolsa o el Supremo, entre risotadas, copazos y el jiji, jajá de estamos todos en la pomada no dé sus frutos. Las investigaciones periodísticas suelen consistir en que alguien cabreado con alguien quiere putearlo y/o conseguir algo, y tú le sirves de mensajero a cambio de ego y gloria, en el mejor de los casos, hasta que te la mete doblada. No tengo vacuna contra eso. Pero sí un termostato que hace que me atufe a la legua el pescado podrido, aunque le brillen las agallas. Y, si no, recurro a la doctrina clásica de mi muy señor padre: quien regala, bien vende, y quien lo toma, lo entiende. Todo, con tal de poder mirarme al espejo y que no me de vergüenza firmar mi pieza. Escrito esto, quede claro que ni tengo el tarro de las esencias, ni reparto diplomas de buen periodista ni, a estas alturas de la película, tengo claro que nunca me la hayan colado. Quizá por eso nunca me entero de nada ni tengo ninguna garganta profunda en la agenda. El señor del sushi, por cierto, perdió el congreso, se retiró a sus negocios de invierno y pasó a mejor vida mientras yo, con más años, más kilos y más callo, sigo siendo una mindundi. Nunca llegaré a nada.
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