Ya no hay jefes
La textura de la autoridad actual es viscosa y el líder no viste como un jefe y reclama el tuteo
El libro que estoy acabando de escribir me ha sumergido durante mucho tiempo en una época no muy lejana, pero que parece antiquísima. De tanto pasear por hemerotecas y archivos me he dado cuenta de que la generación de mis padres (los nacidos en las décadas de 1940 y 1950) tendrá muchos defectos, pero nadie puede reprocharle que no hablase claro. No me refiero a los llorones que echan de menos los chistes de mariquitas, subnormales y enanos (puesto todo en cursiva, para marcar mi distancia y repulsión con tales palabros), sino a algo mucho más sutil que solo puede apreciar quien se deje las pestañas y varias dioptrías estudiando periódicos viejos. Por ejemplo: hoy casi nadie dice campo, sino medio rural, y tampoco está bien visto llamar provinciano o regional a lo autonómico.
Me ha llamado mucho la atención el destierro que sufre la palabra jefe. Se ha proscrito tanto que ni yo mismo —que aún llamo campo al medio rural— la digo ya, y me he propuesto recuperarla. Hoy abundan los CEO, los dirigentes, los líderes, los responsables, los ejecutivos, los mandatarios, los directivos, los superiores e incluso los cabecillas, pero no hay jefes. Entiendo que palabras como amo o patrón, cuya semántica suena a chasquidos de látigo, hayan quedado borrados en una época donde ya no nos parece tan normal esclavizar a la gente, pero jefe es unívoca, bella y definitiva. Jefe remite a una autoridad clara que nadie cuestiona, ni siquiera quienes se oponen a ella. En la prensa de hace cuarenta años, los partidos políticos no tenían líderes ni dirigentes, sino jefes. Felipe González y Santiago Carrillo eran grandes jefes, y así se llamaban a veces a sí mismos. Jefe aludía a una realidad rotunda, y eso es un problema para los años que vivimos, que prefieren la ambigüedad.
Un líder no quiere ser jefe, por eso no viste como tal y reclama el tuteo. Mark Zuckerberg se niega a ponerse un traje porque no es un jefe, sino otra cosa que nadie sabe definir, y por eso es peligrosa. De un responsable o un dirigente se sabe que manda mucho, pero no cómo ni por qué. Su poder puede ser tan omnímodo como impreciso, y lo que no se puede definir tampoco se puede sustituir ni derribar. Más que líquida, como se define la posmodernidad, la textura de la autoridad actual es viscosa, como todos los eufemismos, por eso nadie puede tratar con ella sin pringarse.
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