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Tribuna
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Nuestro invierno del descontento

Sin llegar aún a la oleada de protestas de la juventud punk contra el laborismo en los 70, toda una generación de izquierdas española ha empezado a pensar en privado que “contra Rajoy vivíamos mejor”

Sid Vicious, en una actuación de los Sex Pistols en Atlanta, en 1978.
Sid Vicious, en una actuación de los Sex Pistols en Atlanta, en 1978.Tom Hill (WireImage)
Daniel Bernabé

En 1978 las radios británicas, siempre orgullosas del rock hecho en las islas, tuvieron que ceder su trono a dos discos que importaron la ligereza de la música disco norteamericana, Fiebre del Sábado Noche, y el revival almibarado de los 50, Grease. A la par, un movimiento tectónico recorría el subsuelo musical, la mugre y la furia del punk. Un fenómeno tan solo era entretenimiento y negocio, el otro tenía capacidad de representar una realidad social que nadie parecía querer ver, expresando el hastío pero también uniendo a miles de personas para contrarrestar la influencia del ultraderechista Frente Nacional. Todo aquello desembocó en “el invierno del descontento”, una oleada de protestas contra las políticas de contención salarial del Gobierno laborista. Detrás, un proceso inflacionario provocado por una crisis energética y geopolítica. En los primeros y fríos meses de 1979 en las radios seguían sonando levedades como los Village People, pero en las calles se cumplía la profecía que los Sex Pistols habían perpetrado en Anarchy in the UK. En mayo, Margaret Thatcher se alzaba como primera ministra.

Existen notables diferencias entre el Reino Unido de finales de los setenta y la España de 2022. También algunas similitudes, no solo la de la inflación. Esta temporada ha sido, para cualquiera que escriba sobre política con especial atención a la izquierda, la más árida en mucho tiempo, no solo por el descenso de lectores, sino también por la hostilidad de algunos de los que quedaban a cualquier gesto de optimismo. Las alarmas, a pleno funcionamiento tras el pésimo resultado en Andalucía, deberían haber saltado después de la aprobación de la reforma laboral, la exitosa ley que rompía una prolongada inercia neoliberal con el objetivo de lograr la estabilidad en el empleo. Lo reseñable es que un número nada despreciable de las bases militantes de la izquierda, más allá de sus simpatizantes más ideologizados, reaccionaron ante la nueva reforma no solo con decepción, sino con antagonismo. Se había descorchado una profunda frustración.

Unidas Podemos consiguió llegar al Gobierno, pero nadie había explicado a su masa social, educada en el populismo del asalto a los cielos, qué suponía estar en el Ejecutivo. Si desde el primer minuto de legislatura se pusieron por delante las cesiones, que toda institucionalidad requiere, antes que los resultados, que toda institucionalidad permite, el desencanto estaba garantizado. Toda una generación ha empezado a pensar en privado aquello de “contra Rajoy vivíamos mejor”. La ausencia de espacios más allá de lo digital, agravada por el confinamiento, no ayudó en absoluto. La ruptura de canales de comunicación entre los líderes, absorbidos por las dinámicas ministeriales, con sus militantes acostumbrados a jugar a la contra, tampoco. Si a esto añadimos un permanente encono contra los medios, la ecuación se ha vuelto endiablada, no porque las cabeceras de la derecha no iniciaran la guerra, sucia y desmedida, sino porque no puedes construir una imagen de fiabilidad cuando te arrastran al barro.

Yolanda Díaz, por contra, nunca ha dado la sensación de ser ni una invitada ni una asaltante en el Consejo de Ministros, sino que ha reclamado con cada serie de datos sobre empleo su sitio en propiedad. Por esto, unido a que su cartera de Trabajo ha resultado esencial en estos meses de sobresalto continuo, despuntó hasta alcanzar el liderazgo de su espacio. Sin embargo, lo cierto es que el momento laborista no se ha convertido aún en momento electoral. Díaz puede despertar simpatías entre el votante progresista, pero el reconocimiento no tiene por qué transformarse en escaños cuando la astenia golpea duramente a los suyos. No hay solución sencilla, pero es evidente que una candidatura debe contener algo más que su nombre. También que el misterio que ha rodeado sus deliberaciones ha acabado deviniendo en intriga y tensión, cuando hay que dotar de una organicidad, reglas de uso interno, a la incógnita. Pero, sobre todo, falta encontrar un horizonte al que dirigirse.

Ese puede ser el reverso del propio elemento más dañino de estos últimos meses: la inflación. Si tasar los precios y subvencionar sectores no acaba de dar sus frutos, tocará subir los sueldos. Los sindicatos están metiendo carbón a la máquina: la huelga de los metalúrgicos en Cantabria es el primer ejemplo. Que el presidente Sánchez acompañe la jugada dependerá de la tensión entre su espíritu ideológico y su olfato de supervivencia. Puede que el PSOE deba mirar con curiosidad hacia la historia británica y tirar de épica, puede que dé por amortizada la legislatura encomendándose a Europa y a la fortuna de la excepción ibérica. “El invierno de nuestro descontento se vuelve verano con este sol de York”, escribía Shakespeare al inicio de Ricardo III, el drama que enfrentaba la prudencia en el Gobierno contra la ambición desmedida de quien aspira al poder. Ahora que sabemos, tras la mayoría absoluta en Andalucía, que Sáenz de Santamaría no perdió del todo aquel XIX Congreso del PP, Feijóo aspira a que tan solo le toque esperar.

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Sobre la firma

Daniel Bernabé
Daniel Bernabé (Madrid, 1980), escritor. Es autor de seis libros, entre ellos ’Todo empieza en septiembre', 'La distancia del presente' y 'La trampa de la diversidad'. Participa en la mesa del análisis de 'Hora 25', en la Cadena SER.

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