Como quien se encuentra con un ex
Nos inquieta volver a los lugares y a las personas porque, en el fondo, lo que nos inquieta es volver a nosotros mismos
Desde que hace dos veranos me fui de Madrid y hasta el martes pasado, no había vuelto a la que durante años fue mi calle, Espíritu Santo. Es una de las más pintonas de Malasaña, una vía larguísima y estrecha donde los cafés cuquis en los que te soplan cinco euros por una tostada conviven con restaurantes de mixto con huevo, servilletero con palillos y barra de metal.
Los chavales que esperaban en la parada de Tribunal parecían exactamente los mismos del día en que me fui. Igual se habían pasado allí estos dos años, fumando pitis de liar. Pensé en mi padre, que vive al lado de una facultad de Bellas Artes y cada septiembre hace el mismo comentario: que los estudiantes son siempre los mismos. Que se parecen hasta en pensarse distintos. Únicos, incluso, aun siendo calcos unos de otros.
Cuando cogí la calle de La Palma empecé a inquietarme, como si estuviera llegando a una cita. Volver a los sitios que han sido de uno y en los que uno ha sido es como reencontrarse con un exnovio. Sobre todo si, como me ocurrió a mí, salió de ese lugar tarifando.
Me fui de Madrid de mala manera y sin despedirme, como quien deja al novio por WhatsApp. Mi barrio empezó a incomodarme cuando, en lugar de estar en los bares hasta las tantas, su ruido comenzó a molestarme. Cuando empecé a preguntarme dónde iba a sacar a pasear a una criatura si las aceras son estrechísimas y en cuanto sale un rayito de sol eso parece el Rocío, pero con devotos de los gin tonic con bolitas.
La cosa no quedó ahí: culpé al barrio de todos mis males. Como si él fuera el responsable de que, durante años, no me hubiera dado cuenta de que todos sus residentes llevábamos la misma ropa y salíamos a los mismos sitios y era eso lo que, paradójica y ridículamente, nos hacía sentir especiales. Como si sus calles me hubieran abocado a andar bebiendo Mahou caliente en el Dos de Mayo y a no tener hijos antes de los 28, edad a la que murió mi abuela y decidí dos cosas: dejar de vivir como si el tiempo no pasara e irme de Madrid.
Sucede igual con las parejas. Muchas veces uno se va de una persona achacándole culpas que no son suyas, incapaz de reconocer que, como me ocurrió con Malasaña, el barrio seguía igual pero yo ya no era la misma.
Pero un día se reencuentra con ese ex, con alguna cana más y algún rencor menos, y ocurre como cuando pasé por mi antiguo portal: que, aunque no volvería, se da cuenta de por qué fue feliz allí. Que ya no ve las aceras tan estrechas, que los veinteañeros unirostro ya no le dan rabia, sino ternura. Y que total, por un día tampoco pasa nada por desayunarse una tostada de cinco euros.
Así que la pagué y le mandé una foto a Carlos, amigo y compañero de piso durante un tiempo. Como trabajaba en Garrigues, el cabrón se pedía siempre los huevos benedictinos, que eran aún más caros. Desandé mis pasos hasta Tribunal y, al volver a pasar por mi portal, vi a un chico que llegaba con un montón de cosas en las manos porque había dicho que no quería bolsa en el Carrefour. Estuve a punto de preguntarle si vivía en el tercero izquierda y si me dejaba pasar, pero no lo hice. Vaya si acepta y, al entrar a la que fue mi habitación, me encuentro con la parte de mí que se quedó allí. Es por eso que nos inquieta volver a los lugares y a las personas: porque, en el fondo, lo que nos inquieta es volver a nosotros mismos.
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