Cuánto vale la “vida inútil” de un pensionista
Es exigible que existan formas de organización civil capaces de favorecer que los pensionistas puedan influir con su experiencia y capacidad en el beneficio de su comunidad
Una abuela ofrece un pequeño fajo de billetes a su nieta. Están en la cocina de la anciana, que lleva puesto un delantal a cuadros sobre una bata azul. “Abuela, guarda eso, que estoy cobrando ahora”, se escucha a la joven. Mientras tanto, la anciana sigue en primer plano: “Que es igual lo que cobres, esto lo gastas tú en lo que te dé la gana pa ti”. “Pero que estoy cobrando… Ya gasto yo lo mío”, vuelve la nieta. “Yo también cobré el otro día”, responde la mujer acercando más el fajo. Y esta vez sonríe desde la generosidad de sus arrugas, una risa pícara y sabia, que posee la alegría de quien ha decidido entregándose hasta el final. “Guarda eso abuela”, insiste la chavala. “Cógelo o lo meto pa la lumbre”, sentencia finalmente la mujer. El vídeo tiene casi un millón de reproducciones en Twitter. La pregunta es: ¿de qué discuten la abuela y la nieta? La magia, lo que hace el vídeo tan especial, es la certeza de que ninguna de las dos está hablando de dinero.
“Envejecer es renunciar, dejar atrás, desinteresarse”. Esto lo dice Emilia, la protagonista de 64 años del último libro de Piedad Bonnett (de 71 años), titulado ¿Qué hacer con estos pedazos? Y yo añado que envejecer puede ser también que otros renuncien en tu nombre, que te dejen atrás, que pierdan interés en la persona que eres. Por eso, asisto atónita al debate sobre el precio de las pensiones, donde economistas, politólogos y políticos van haciendo cada vez más profunda la grieta del estigma sobre la edad, hasta el punto de que podría parecer que el debate sobre los pensionistas equivale a hablar de dinero en vez de personas. Un debate que convierte al pensionista en un sujeto inútil y parasitario, puro déficit social. Un prejuicio injusto y que nos empobrece a todos. No porque nos arrebate el dinero que los pensionistas se llevan de las arcas del Estado, sino porque nos roba todo lo que estas personas podrían darnos, ese superávit que tantos están deseando compartir. El dinero, como dice la abuela de Twitter, podemos echarlo a la lumbre. Las personas, en cambio, somos otra cosa, también los pensionistas.
Sin embargo, la cantinela de cuánto nos cuestan los pensionistas no cesa. Hasta el punto de que olvidamos todo lo que les arrebatamos por el hecho de serlo. La mayoría de las veces, estamos hablando de profesionales y trabajadores que, después de toda una vida cotizando, no pueden trabajar para ganar más dinero si lo necesitan o si sencillamente quieren seguir facturando cuando y cuanto les parezca. Hasta hace poco, ni siquiera podían cobrar los creadores sus legítimos derechos de autor una vez jubilados. Y aquí es donde reside el problema y el estigma. Porque una cosa es tener derecho a la pensión y otra distinta no tener derecho al trabajo, a la entrega de talento y habilidades a los demás y a cobrar por ello con independencia de la prestación que a cada uno le corresponda. ¿Desde cuándo el Estado tiene derecho a privar a sus ciudadanos del derecho de ser útiles cuando eso forma parte del derecho a la felicidad de las personas? El trabajo es importante en la integración social de todos y, sin embargo, los pensionistas ven privado o limitado este derecho de forma tajante.
El problema es que el Estado no sabe detectar el talento y mucho menos se pregunta qué podría hacer con él. Al contrario, es experto en dilapidarlo, expulsarlo a buscar oportunidades a otros países cuando es joven o inutilizarlo a partir de cierta edad. De ahí que su apuesta y su oferta de empleo público sea tan convencional, reproductora del estatus existente y falta de imaginación. Quien tenga dudas al respecto, puede estudiar una oposición y enfrentarse al método de selección de talento estatal por excelencia. Así las cosas, el pensionista español se ha convertido en un sujeto parasitario por cuanto corona un sistema que dilapida la energía y el talento. Y no: este texto no va a proponer que todas las personas retrasen su edad de jubilación. Pero sí exige que existan formas de organización civil capaces de favorecer que los pensionistas puedan impactar con su experiencia y capacidad en el beneficio de su comunidad. Este texto exige que el Estado deje de robarme lo que la abuela de Twitter me quiere dar.
Pienso entonces en la capacidad productiva —de riqueza y bienestar— de millones de pensionistas en un sinfín de actividades: clases extraordinarias, formación profesional, entrenamientos, labores humanitarias, coaching, cuidados, supervisión de proyectos, gestión, diseño de los mercados, conversación… Y sueño con cambiar el papel del pensionista y exigir de paso que la vejez deje de estar sometida a un estigma social generalizado que es, además, virtualmente universal. Pienso en una sociedad donde ser mayor no signifique convertirte única y exclusivamente en un problema económico para el resto. Pienso en que mi madre, de 67 años, sea capaz de hacer algo con su deseo de ayudar, de cambiar el mundo, de acción y revolución. “¿Pero dónde voy yo a mi edad?”, me pregunta indecisa, sin saber a dónde dirigir su deseo. Y esa pregunta suya nace del estigma y no de su capacidad, tampoco de su salud ni de su deseo. Y lo que es peor, esa pregunta se ha convertido en “autoestigma”, pues 67 años de vida y esfuerzo han servido para convencerla, de una manera perversa, de que no sirve para nada.
Claro que su pregunta ni siquiera es suya. Al contrario, nace de un debate social que trabaja cada día para explicarnos que los pensionistas son unos inútiles. Un debate tan normalizado que ha logrado convencer incluso a los propios pensionistas. Eso por no hablar de las personas que llegaron a la vejez sin merecer siquiera el precio de una pensión. Personas que, como mi madre, no han cotizado a la Seguridad Social en toda su vida. Esos millones de mujeres a quienes llevan recordándoles toda su vida que su trabajo no valió ni vale nada. ¿Qué vejez les espera a ellas? ¿Cuál puede ser la imagen de sus vidas? Y yo pregunto ahora: ¿cuánto vale el dinero que ofrece la abuela de Twitter? ¿De dónde ha salido? ¿Qué significa?
“¿Cómo será vivir cuando ya no se espera nada de uno mismo?”, se pregunta en otro momento la protagonista de la novela de Bonnett. La leo y pienso en los millones de pensionistas españoles que asisten a diario al debate pornográfico sobre el precio de sus inútiles vidas. Y siento vergüenza. Solo queda ya echar el dinero a la lumbre de este empobrecedor debate y empezar a pensar en las personas. Por extraño que parezca, será más rentable.
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