Viva la amnesia
El recuerdo se expresa hoy como imperativo categórico y nada disfrutan más los clérigos de la virtud que reprochar al prójimo sus olvidos
Tengo bastante buena memoria para las chorradas. ¿Por qué diablos conservo ese diálogo de la película Un lugar en la cumbre, de Jack Clayton, o el dato de que la CIA de los romulanos de Star Trek se llama Tal Shiar? También sé que la actriz Helene Weigel cocinaba un gulasch estupendo tras la última función del Berliner Ensemble, y que el perímetro de Melilla lo marcó una bala de cañón. Mi memoria, más que un archivo, es un almacén de chatarra.
Tal vez por eso tengo cierta fama de observador fino. Cazo al vuelo los gestos y suelo calar a la gente al primer vistazo, pero —oh, paradoja— soy olvidadizo y patán para lo importante. No recuerdo por qué discutí con aquella novia ni en qué año salí con ella, ni qué trastada me hizo aquel amigo cuyo apellido ahora no me viene, pero empezaba por M o por P. Me acuerdo de los libros que he leído, pero no de los que presté y no me devolvieron. No retengo cumpleaños ni fechas emotivas, y tampoco nombres ni caras. Cuando alguien me para por la calle y me pregunta si recuerdo quién es, respondo que sí por no herirle, y acabo hiriéndole más por mentiroso.
He sufrido mucho por mis despistes y he intentado corregirme, pero ahora sé que, si aplicase a los sentimientos el detallismo que derrocho con los datos de morralla, la vida sería insoportable. No me cabrían tantas penas, venganzas y culpas. A las sociedades les pasa lo mismo.
La memoria tiene un prestigio inmerecido. Hoy, el recuerdo se expresa como imperativo categórico y nada disfrutan más los clérigos de la virtud que reprochar al prójimo sus olvidos. No acordarse de ETA o del franquismo son delitos de lesa ciudadanía. Últimamente, no acordarse del coronavirus también lo es. Se lamentan los moralistas del ansia con que nos apelotonamos en un concierto y de la alegría con la que tiramos las mascarillas a la basura. Yo ya me he olvidado de la pandemia y no me siento culpable. Para ellos, en cambio, la amnesia es un síntoma de decadencia frívola, pero yo coincido aquí con David Rieff, que escribió Contra la memoria: no se puede convivir escupiéndose el pasado. En el cuento de Borges, Ireneo Funes murió de tanto recordarlo todo. Quien milita en el recuerdo quiere vivir en un funeral eterno, sin llegar nunca al momento en que los deudos, hartos de llorar, se ponen a contar chistes. Perseverar en el luto no le hace más digno, tan solo grosero.
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