El día que Tamara se doctoró
Si hay algo más peligroso que un rico que cree que la meritocracia existe y funciona, es un pobre que ha conseguido montarse en el ascensor social, y, pensándose representativo, niega su avería
El día que mi amiga Tamara leyó su tesis de doctorado, lloré. Fue online por la pandemia, así que pudimos ver, desde el otro lado de la pantalla, cómo le daban el cum laude. Tamara es hija de un barrendero y una limpiadora, y el día que se doctoró lloré por eso y porque conozco sus noches sin dormir, sus veranos trabajando como recepcionista y sus tardes como monitora de talleres para adolescentes.
Me acordaba de aquella tarde escuchando a Lilith Vestrynge hablar de que la meritocracia es un embuste y comprobando, después, cómo le daban la del atún por decir que el rey iba desnudo. Que señalar que la meritocracia era un mito apellidándose Vestrynge era tener el rostro de hormigón, le echaron en cara algunos. Los mismos que montaron en cólera cuando apareció Berna León, politólogo e hijo de Bernardino León, explicando en prime time que el ascensor social llevaba tiempo averiado.
Entre acusación y acusación no parecieron reparar en que no hay mayor prueba de que la meritocracia es una milonga el que sean los de siempre los que tengan que decirlo en debates, tribunas y en la tele. No hay mayor garantía de que el ascensor social no funciona que comprobar que no sube, pero que tampoco baja.
En el debate sobre la meritocracia han participado estas semanas algunas de las mejores —y de las peores— cabezas de mi generación. Antes de leer sus piezas pensaba en si venían de familias pudientes o no, intentando anticipar sus argumentos. Pero dejé de hacerlo al darme cuenta de que si hay algo más peligroso que un rico que cree que la meritocracia existe y funciona, es un pobre que ha conseguido montarse en el ascensor social y, pensándose representativo, niega su avería.
Porque a Ana Patri lamentándose de que la llamaban “la niña” cuando empezó desde abajo en el Santander nadie la toma en serio, gracias a Dios. Pero al chaval de clase obrera que consiguió mejorar su posición social se le suele poner como ejemplo en lugar de señalarlo como excepción.
El día que mi amiga Tamara se doctoró iba contándoselo a todo el mundo, porque su triunfo era también el mío y el de Cynthia, otra de nuestras amigas, y el de tantas como nosotras. Era el triunfo de los nuestros, acostumbrados a perder. También lloré, y lo hice porque sé de su trabajo y de su esfuerzo, que ha sido mucho mayor que el de la mayoría de doctorados, que casi nunca son los primeros de su familia en llegar a la universidad y han crecido en casas con las estanterías llenas de libros, ninguno de ellos de Círculo de Lectores. Pero también porque, en la introducción de su tesis, reconoció que no había llegado ahí gracias únicamente a ese esfuerzo. Que Pilar y Ángeles, nuestras profesoras de Lengua y Latín, también hicieron lo suyo. Que había estudiado gracias a las becas y que, a pesar de ellas, muchas Tamaras no llegan nunca; algunas se pasan años pulsando el botón sin que las puertas del maldito ascensor se abran.
Si lo suyo fuera una norma y no una excepción, no nos habríamos emocionado tanto el día que se doctoró. Si Tamara fuera un ejemplo y no una anomalía, en los comités de empresa, en la academia, en las sedes de los partidos y entre las firmas de este periódico habría más como ella: con padres barrenderos y madres limpiadoras. Y sin apellidos como Vestrynge o León.
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