Las intrusas que leen
Para las que se liberan de rígidas tradiciones, pasan del canon literario y transgreden cuadriculadas normas, feliz Sant Jordi


Hasta que no me infiltré en las casas de mis amigas de la universidad no entendí la brecha del capital cultural. No hizo falta que nadie me explicase el concepto de Pierre Bourdieu sobre por qué el poder y la acumulación de conocimiento son una ventaja que gana influencia según más alta sea la clase social de su portador. Me bastó con transitar por aquellos pasillos y salones, repletos de libros amarillentos con pinta de haber sido subrayados y releídos por varias generaciones, para comprender mi abismo con aquellas a las que hasta entonces había sentido como clónicas, reflejos de mi cuerpo y mente. Por mucho flequillo idéntico, hermandad ante los múltiples descalabros amorosos y baile sincronizado hasta el amanecer, aquellas intimidantes bibliotecas familiares eran la evidencia de que mis compañeras y yo no éramos tan gemelas como queríamos creer. Menudo atajo tienen con solo estirar su brazo, pensaba cuando tenía aquellas epifanías de clase primigenias. Quedarían muchas más por llegar. Pequeñas catarsis, laborales y personales que siguen pasando, en las que siempre se repite una idéntica sensación: la de sentirse señalada como una intrusa, como quien ha movido de sitio a una planta y ha dejado a la vista de todos el cerco que antes ocupaba, su origen y lugar de pertenencia.
Accidentally closed a browser with 20+ tabs opened . . . this must be what the scholars of Alexandria felt when their great library burned.
— Screaming Pectoriloquy (𝕖𝕩𝕖𝕔𝕦𝕥𝕖𝕕) (@Caulimovirus) September 17, 2020
Nací en una casa huérfana de aquellos libros usados, pero crecí rodeada de los que olían a nuevo y a conquista intelectual. Mis padres, que no pisaron un instituto ni una universidad porque pertenecían a esa España en la que se trabajaba y se ahorraba desde niño, nunca los sintieron como algo suyo. Aquella extrañeza que se antojaba inservible en sus manos sería la llave para que el destino de sus hijas no se encerrara en el que habían heredado. “Menos calle y más leer” fue un mantra gastadísimo en mi infancia, donde los libros nunca se entendieron como simples caprichos. Inculcar el hábito fue su inversión de futuro, llenando mis estanterías con las aventuras de los cinco de Enid Blyton, la colección juvenil de Bruguera que incluía Mujercitas y con todos y cada uno de los ejemplares del Barco de Vapor que podía elegir, uno por visita, cada vez que pisaba la papelería Martín, mi librero de confianza en el barrio. La joya de la corona, los 75 títulos encuadernados en tapa dura y con ribetes dorados de la colección Austral Universal que adjuntaba la enciclopedia Espasa Calpe, se reservaron para exhibirse triunfantes en la librería del salón. Aquello sí era cosa fina.
Mis padres compraron el diccionario enciclopédico Espasa cuando nací, con 50 libros de la colección austral de regalo, me alegraron la infancia. Hubieran querido la enciclopedia, pero en Argentina era carísima (Borges dijo que hubiera querido ganar el Nobel para poder comprarla)
— laura (@lununa) August 25, 2020
Con los años entendí que aquellas fascinantes bibliotecas familiares que olían a anticuario no libraron a sus herederas de la zozobra, que alardear de lo acumulado (de lo que sea) suele esconder muchas carencias internas y que la cultura digital también ha servido para democratizar la lectura y derribar prejuicios de clase. Por eso me revuelvo incómoda cada vez que se lanzan esos tuits y columnas que claman por la extinción de nuestra especie porque el firmante se ha subido a un vagón de tren o metro y no ha visto a nadie leyendo un libro como los que el dios Gutenberg manda. Como si todos los ejemplares de papel, por el mero hecho de tener ese formato, ya tuvieran que merecer nuestro respeto. Me gusta fantasear con que a esas jóvenes fotografiadas para ser avergonzadas viralmente por trastear con sus pantallas son hábiles escritoras que están tomando el control de sus propias tramas desde comunidades online de fanfiction como Archive of our own, están compartiendo uno de los memes sentidos de Mercè Rodoreda sobre Mirall Trencat o acaban de descubrir a Carmen Martín Gaite porque un tuit de la escritora Anna Pacheco sobre una carta suya voló tan lejos como para tener respuestas de amigas mencionándose con emojis de corazones. Para las infiltradas que leen liberándose de rígidas tradiciones, pasando del canon literario y transgrediendo cuadriculadas normas; para todas las intrusas de la cultura, feliz Sant Jordi.
Nueva fase. Ahora ya no es: “los jóvenes no leen”. La tontería ha digievolucionado a: “los jóvenes leen pero no leen lo que yo quiero y eso sin duda significa que son una panda de ignorantes” https://t.co/5zb5Wv33A2
— Igua S. (@iguazelseron) March 26, 2022
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