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¿Por qué seguimos creyendo en la meritocracia?

La idea de que con esfuerzo se puede llegar alto oculta que no todos parten del mismo punto, que no a todos se les juzgará con equidad y que apenas quedan puestos decentes que ocupar

Tribuna Carbonell 07/03/22
SR. GARCÍA
Javier Carbonell

La idea de que vivimos en una sociedad meritocrática es mentira. Si por meritocracia entendemos una sociedad en la que los ingresos y el trabajo se otorgan únicamente sobre la base de los méritos de la persona, la nuestra es una sociedad muy alejada de ese ideal. Estudio tras estudio nos demuestran que los ingresos y la riqueza de los padres influyen enormemente en los ingresos y la riqueza de los hijos. En gran medida, la posición de clase no se gana, se hereda. Entonces, ¿por qué no solo seguimos creyendo que vivimos en una meritocracia, sino que, además, esa creencia ha aumentado en las últimas décadas?

Para explicar la diferencia entre las percepciones populares y los datos, los académicos suelen recurrir a la desinformación. La gente tiende a minusvalorar cuánta desigualdad hay, no conoce por qué se produce y tiende a justificarla como algo que es fruto del mérito. Aunque tenga parte de razón, llevar demasiado lejos el marco de evidencia frente a ignorancia no llega al fondo de la cuestión. La gente no se cree esas noticias porque no se las puede creer.

Las creencias suelen estar condicionadas por la posición social de las personas, y la idea del ascenso social a través del trabajo es una idea fundamental del sistema capitalista. En la “economía del conocimiento” moderna, la distribución del trabajo responde al principio de la habilidad, es decir, que los trabajos más productivos son cada vez más especializados y requieren de una alta capacitación para ejercerlos. Cuanto mejores ingenieros tenga una empresa automovilística, mejores coches acabará sacando al mercado.

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Obtener esas habilidades requiere de muchos años de preparación en forma de estudio. La expectativa de un buen empleo y de ascenso social es la que nos motiva a realizar una inversión en tiempo, esfuerzo y dinero tan fuerte. Puesto que todo el mundo quiere mejorar, en una “economía del conocimiento”, muchos construimos y proyectamos nuestra vida en base a esa promesa educativa. No es de extrañar, por tanto, que ante el aumento de los años de estudio y del esfuerzo que acometen los alumnos, también haya aumentado la creencia en la meritocracia.

No obstante, es importante entender que existen tres grandes diferencias entre la exigencia de habilidades de la “economía del conocimiento” y el ideal meritocrático. En primer lugar, la “economía del conocimiento” no necesita que el empleado sea el mejor, sino solamente que sea lo suficientemente bueno como para hacer su trabajo y aumentar la productividad. Las empresas no suelen contratar a inútiles, pero sí contratan a gente que es lo suficientemente competente sin ser la mejor. Esto se debe a numerosos sesgos de los empleadores, los cuales van desde contratar a amigos o familiares a discriminar a ciertos grupos sociales, como las clases populares, las mujeres o las minorías étnicas.

En segundo lugar, tampoco necesitan las empresas que todos los individuos tengan las mismas oportunidades a la hora de obtener esas competencias, sino solo que un número significativo lo haga. Mientras suficientes ingenieros salgan de las universidades para cubrir los puestos en las compañías, no importa su origen social. Este es precisamente el problema, puesto que el nivel educativo de los padres influye enormemente en el de los hijos. Como demuestra el caso de EE UU, la “economía del conocimiento” más avanzada puede combinarse con bajísimos niveles de movilidad social.

En tercer lugar, la “economía del conocimiento” está creando cada vez más trabajos precarios (por ejemplo, los riders) y más trabajos altamente remunerados mientras que desaparecen los trabajos “medios”. Como han mostrado Olga Cantó y Luis Ayala en un reciente informe, cada vez tenemos rentas más polarizadas, ya que el grupo de población con ingresos medios es hoy menor que hace 30 años. Es decir, que el aumento de la desigualdad produce que cada vez sea más difícil tanto ascender como recompensar apropiadamente el esfuerzo de los empleados.

El mito de la meritocracia oculta estas tres realidades estructurales sobre nuestra economía, e individualiza la obtención de un trabajo. Es más, moraliza el fracaso (el individuo no se ha esforzado y es culpable) y el éxito (solo el individuo es responsable). La idea de que con esfuerzo se puede llegar alto oculta que no todos parten del mismo punto, que no a todos se les juzgará con equidad y que apenas quedan puestos decentes que ocupar.

La meritocracia es mentira, sí, y, sin embargo, la promesa de ascenso es real. Enseñar que no vivimos en un mundo en el que esa promesa se cumpla completamente no será efectivo mientras que la gente entienda esas críticas como ataques a la promesa en torno a la que han estructurado toda su vida. Decir que la meritocracia no existe deja desamparados a los que lo escuchan y es altamente probable que se resistan a creerlo. Los mitos no desaparecen simplemente porque se demuestre que sean mentira, sino porque los sustituye otra idea más atractiva.

Por ello, es necesario articular un mejor proyecto de futuro, un proyecto que recoja la promesa de ascenso de la meritocracia y la redirija hacia otro ideal. Los dos primeros problemas se combaten tomándose verdaderamente en serio la igualdad de oportunidades. Es necesario dar a todos las mismas oportunidades para florecer y eliminar la discriminación laboral. Sin embargo, el tercer elemento apunta a algo más fundamental que la igualdad de oportunidades y esta es la falta de oportunidades tout court. Esto es particularmente problemático para la meritocracia, puesto que debatir sobre quién debería ocupar unos puestos no tiene sentido si no hay puestos decentes que ocupar. No se puede hablar de igualdad de oportunidades si no hay oportunidades que repartir.

Esto explica por qué economistas como Dani Rodrik hablan de que debemos paliar el good jobs problem (la falta de trabajos decentes) que afecta a las clases medias, y críticos con la meritocracia como Michael Sandel inciden en la relevancia de recuperar la dignidad del trabajo. Las desigualdades creadas por la pandemia, en la que unos vieron crecer su ahorro mientras que miles de personas perdían su trabajo de un día para otro, nos indican que el trabajo depende enormemente de causas estructurales y que faltan empleos decentes.

Desde la política ya se comienza a vislumbrar un importante cambio de tendencia. Reclamos como el de Joe Biden para incrementar los salarios (”pay them more”), la defensa de Olaf Scholz de la idea de “respeto”, o la nueva reforma laboral impulsada por Yolanda Díaz y el Gobierno PSOE-Podemos para paliar la precarización van en esa dirección. Estos movimientos conectan tanto con la población precarizada, como con todos los que sienten que sus condiciones laborales no se corresponden con lo que merecen. Estos movimientos rechazan el individualismo de la meritocracia, apuestan por mejorar las condiciones laborales, buscan recuperar los trabajos decentes y tratan de resolver los problemas estructurales con soluciones estructurales.

Los críticos con la meritocracia no son contrarios al mérito o al esfuerzo, sino a la creencia equivocada de que se premia por igual el esfuerzo de todos. Lo que los guía es la convicción de que todo el mundo merece un trabajo decente. Ahora, más que nunca, hay que redirigir la promesa individualizada de la meritocracia hacia una nueva promesa de trabajo digno para todos.

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