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tribuna
Columna
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Tomarse (demasiado) en serio

Escasea la fantástica capacidad de reírse de uno mismo sin que eso sea visto como frívolo

Los Bridgerton Netflix
Imagen de la temporada 2 de 'Los Bridgerton'.LIAM DANIEL / Netflix (Europa Press)
Laura Ferrero

Estoy segura de que tiene que existir una ley no escrita según la cual si te gusta Béla Tarr es imposible que disfrutes de los Bridgerton. Es así, son cosas claramente incompatibles. Y otro hecho que tampoco admite discusión es que si lees a Elias Canetti o a Robert Walser, eso te incapacita para, pongamos, disfrutar de un bestseller de esos en cuyas fajas se lee “trepidante” y un número de ediciones de dos cifras. Aunque, mejor dicho, no es que no puedas hacerlo, lo que no puedes es decirlo. Quizás, a lo máximo que aspires es a esconderlo bajo esa etiqueta de placeres culpables, guilty pleasure, que siempre nos suena mejor en inglés.

Años atrás presenté una tesina en filosofía y cuando terminé la defensa mi directora a la sazón me preguntó que, puesto que todo había ido bien, qué iba a hacer para celebrarlo. Hay que mencionar aquí que ya habíamos tenido nuestros más y nuestros menos a lo largo de la escritura de la tesis, en especial por algo que a ella le molestaba especialmente: la tesina se leía como una novela. Y sospecho que eso, el hablar como el común de los mortales restaba puntos al conjunto porque era accesible y, por tanto, menos elevado. Si citabas en alemán, bien. Si todo eran subordinadas sin puntos, aún mejor. ¿Pero aquello de hablar de las categorías del ser heideggeriano como si fuera un cuento? Sea como fuera, le respondí que celebraría el aprobado yendo a bailar por ahí, tomándome unas copas y leyendo novelas románticas hasta nuevo aviso para hacer depuración de tanta filosofía. Era, claro, una broma tonta. Pero ella, indignada, me respondió, en una frase que sigue conmigo a día de hoy, que no me hacía ningún favor tomándome tan poco en serio. Que aquella pose frívola, aquel reírme de mí misma, me iba a cerrar las puertas ya no de la universidad sino de la vida intelectual.

Sea lo que sea la vida intelectual, aquella sentencia apuntaba, supongo, a eso que llamamos elitismo cultural que establece unas líneas divisorias entre lo óptimo y lo menos óptimo, que diferencia tajantemente entre alta y baja cultura, pero hace referencia también a ese viejo problema que tenemos en este país con las zonas de grises, con aquello que entraña, ya no contradicción sino multiplicidad, con aquello que desmonta el prejuicio. Desgraciadamente, no ocurre solo con la cultura. Necesitamos que todo sea simple y claro, blanco y negro, porque la categorización constante es cómoda: implica no pensar, facilita el juicio y la etiqueta rápida. Y en una época en la que la reina es la inmediatez resulta francamente cómodo echar mano de lo que ya sabemos: que bajo ningún concepto, Robert Musil podría compartir espacio en la mesita de noche con una novela romántica.

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Ha pasado mucho tiempo desde la defensa de la tesina y pienso que en aquel momento me traicionó una suerte de esprit de l’escalier —expresión francesa que describe el acto de pensar en una respuesta ingeniosa cuando es demasiado tarde para darla— y no supe decirle a mi directora que daba la casualidad de que una de las cualidades que más he admirado siempre en cualquier persona, independientemente de su profesión, es la capacidad de reírse de uno mismo, la ligereza de no tomarse demasiado en serio. No hablo de autodenigración ni del inmovilismo del “me sale todo mal”, pero sí de esa capacidad de formular más de una vez aquella muletilla que nos salva de tanto: “¿y qué?”. Salió mal, ¿y qué? Fue un fracaso, ¿y qué? Pero nos falta músculo. La que sabe hacerlo, la que siempre lo supo hacer es Nora Ephron. Leía estos días la recopilación de ensayos No me acuerdo de nada, que acaba de publicarse, y pensaba que Ephron encarna como nadie toda esta zona de grises, ese cinismo cuando es constructivo, la capacidad infinita de reírse de ella misma y de ser la abanderada de esas contradicciones que nos convierten en seres humanos con varias capas y registros. Por poner un ejemplo, en el libro hay un ensayo fantástico sobre sus fracasos más clamorosos que dice: “he tenido montones de fracasos. He hecho películas que han sido un rotundo fracaso. Cuando digo un rotundo fracaso quiero decir que han recibido malas criticas y no han dado dinero (…). Un par de mis fracasos acabaron por convertirse en obras de culto, que es la última esperanza que a uno le queda para un fracaso, per la mayoría de mis fracasos siguieron siendo fracasos”.

Escasea, en general, no solo entre intelectuales y académicos, una capacidad fantástica y que es, en mi opinión, la gran prueba de inteligencia emocional: el humor, la capacidad de reírse de uno mismo sin que eso sea visto como frívolo, como no tomarse en serio. Una capacidad que se ejercita diciendo más a menudo: “y qué”, y sobre todo, recordando que todos cultivamos nuestros propios Bridgerton, lo reconozcamos o no.

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