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Ofensiva de Rusia en Ucrania
Tribuna
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Historia de una mano

En la fotografía no hay más que una maleta, de pie, y, en el suelo, un cuerpo cubierto con una manta de la que sobresale una mano

Ucrania
Una persona que intentaba huir junto a su familia yace en el suelo junto a su maleta tras un bombardeo ruso en el punto de evacuación de Irpin, el 6 de marzo.Diego Herrera (EUROPA PRESS)
Laura Ferrero

Después del consabido “¿ha salido todo bien?”, la madre preguntó por los dedos. “Doctora, ¿tiene todos los dedos?”. La doctora, acostumbrada a esa pregunta, sonrió asintiendo con la cabeza. “Todos y cada uno de ellos”. Y ocurrió que los dedos de su hija —pulgar, índice, corazón, anular y meñique—, tentáculos minúsculos, se cerraron con fuerza alrededor de uno de los suyos. Le pareció, como todo lo que ocurre por primera vez, un milagro, aunque el milagro se llamaba, en realidad, reflejo de prensión, ese vestigio evolutivo que nos sigue emparentando con nuestros primos hermanos los chimpancés de aquellos tiempos en que vivíamos agarrados a las ramas de los árboles.

Después, meses después, aquellas manos —manitas— aprendieron a agarrar objetos. Pero también a soltarlos. Tocar, presionar, sentir, sujetar, manipular, acariciar. Había diferencias y matices. La dueña de aquellas manos aprendió que cada uno de los dedos servía para algo distinto, y con el índice señalaba el peluche, el sonajero, la papilla de cereales y la de fruta, que tenía fastidiosos grumos. Aprendió a cerrar las manos en un puño en señal de disgusto y berrinche, porque no quería o porque quería y ya no quedaba. Entendió que en el extremo de los dedos había uñas y de ellas se valía cuando los molestos mosquitos hacían su triunfal aparición. Y si las juntaba, palma con palma, hacían un ruido que le gustaba. También cuando levantaba la mano derecha y la movía de un lado a otro, oscilando con suavidad, y los demás le respondían con ese mismo gesto y añadiendo un “hola”.

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Con la mano derecha aprendió también a sujetar una cuchara y un tenedor de plástico. Pinchó, uno por uno, los macarrones, los guisantes, hasta que su padre dijo “bravo”. Y luego, la mano se cerró alrededor de un crayón y empezó a rayar un folio. A pintar un sol, una casa, un árbol. El mundo cabía en esos cinco dedos que terminaron completando los espacios en blanco de un libro de ortografía donde logró, armada de esa mano sola, la derecha, captar la realidad, descifrarla, apresarla mediante esas muescas de color negro que lo inundaban todo, las letras, las grafías. Las palabras. El mundo cabía en esos cinco dedos que aprendieron que de todos los sentidos el tacto es el mejor para atrapar la vida, para tocarla.

Pero las palmas de la mano le sirvieron también para adivinar el futuro porque en ellas se podían leer las líneas de la vida, de la muerte. Del amor o de la falta de él. De los hijos, la descendencia, y el deseo, el cinturón de venus, el semicírculo que empieza entre el índice y el corazón.

Y con la mano dijo adiós, se despidió de sitios y personas, aunque eso siempre le costaba, y en la mano llevó anillos, pulseras, raquetas, platos, libros, volantes de coche, patinetes, teléfonos, vasos, mapas, helados... Y un día, en el mes de marzo de 2022, su mano derecha llevó una maleta y no era la primera vez porque las maletas en algunas ocasiones significan vacaciones y playa, pero en otras son un apéndice triste, demasiado triste, porque alude a las veces en que uno no querría decir adiós, pero se ve obligado a hacerlo. La mano agarró el extremo superior del asa de una maleta gris metalizada en la que intentó guardar lo que quedaba de la vida que dejaba atrás, y esa mano querida, que había olvidado muchos años atrás el reflejo de prensión y las herencias de nuestros antepasados, avanzó metros y más metros y las rueditas de la maleta sonaban contra el asfalto frío con la esperanza de llegar a tiempo, de sortear la tragedia, el sinsentido y el dolor. Pero entonces algo detuvo a la mano y la mano cayó al suelo, rebotó contra el asfalto antes de quedarse inmóvil. Pero la maleta no. Se quedó de pie, vigilante y más tarde, alguien cubrió a la dueña con una manta de la que sobresalía esa mano querida y ensangrentada que ya no sujetaba nada. La mano, volteada hacia el cielo, los dedos curvados, como si quisiera agarrarse no al asa sino a la vida, esa mano cuenta que la mejor manera de dar con historias verdaderas es inventarlas. Y en ese trance, nosotros miramos a la mano y somos responsables de mirarla porque ahora sabemos toda la historia: la papilla, los grumos, los mosquitos, la dificultad de decir adiós.

Miramos las imágenes, pero en ocasiones son las imágenes las que nos miran a nosotros. En la fotografía que nos ocupa no hay más que una maleta, de pie, y, en el suelo, un cuerpo cubierto con una manta de la que sobresale una mano. El pie de foto, que se publicó en varios medios, rezaba “el martirio de la población civil” o, en otros, “personas yacen muertas en la localidad de Irpin”. Pero me temo que los nombres de los lugares son intercambiables. También podría tratarse de Mariupol, Kabul, Saná, Damasco, Mekele, Stepanakert. Las imágenes son parecidas, y nos llegan centenares, miles de ellas. Sin embargo, en ninguno de los casos en el pie de foto se añade el recordatorio de que somos responsables de las cosas que vemos. Lo malo es que a veces uno tarda en comprenderlo y no lo hace hasta muchos años después cuando ya es tarde y determinadas fotografías siguen señalándolo —y señalándonos— a través de la Historia.

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