Contra la anestesia
Serhiy se enteró por un tuit de la muerte de su mujer e hijos, pero agradece la foto: “El mundo debe saber lo que está ocurriendo aquí”
En un aniversario del 11-M, del que se acaban de cumplir 18 años, regresé con unos bomberos a uno de los escenarios del atentado, la estación de El Pozo. Aquel día se dividieron el trabajo en dos tiempos: primero, los vivos; después, los muertos. Tardaron unos 45 minutos en sacar a los supervivientes y cinco horas en recuperar los cuerpos: 67. Muchos necesitaron, con el paso de los días, los meses o los años, ayuda psicológica porque incluso ellos, acostumbrados al horror, necesitan que se presente poco a poco. Un día rescataban, por ejemplo, a las víctimas de un accidente de tráfico; otro no llegaban a tiempo y era esa cadencia, la compensación de salvar una vida por la angustia de otra que se les escurría entre los brazos, la que les permitía administrar el dolor. El mecanismo, decían, saltó por los aires aquel 11 de marzo.
También los civiles, los que tienen oficios donde no se decide entre la vida y la muerte, precisan que el horror aparezca en ciertas dosis para poder asumirlo, para entender su magnitud. Sabíamos que en las pateras vienen niños y que algunos de ellos mueren en el trayecto, pero hizo falta la foto del cadáver de uno de ellos, Aylan, sirio, de tres años, en una playa de Turquía, para que al mundo le doliese una tragedia que se había vuelto cotidiana y que no recibía, por ello, la atención necesaria.
La Real Academia Española introdujo en 2018 una nueva acepción para “viral”: “dicho de un mensaje o de un contenido, que se difunde con gran rapidez en las redes sociales a través de internet”. Fue lo que ocurrió esta semana con un vídeo grabado por la CNN. Muestra a un niño que huye de la guerra de Ucrania. Camina solo por la ciudad fronteriza de Medyka, en Polonia, y llora con una pena desgarradora porque no tiene que ver con los motivos por los que estamos acostumbrados a ver llorar a los pequeños de su edad, esos berrinches por algo que no les dan o que les quitan. Tiene la cara colorada por el frío y los llantos. En una mano lleva una bolsa de plástico con un peluche y en la otra, una chocolatina. Y no sabemos cómo se llama ni qué pasó con sus padres, pero esa es la imagen con la que entendemos qué supone un éxodo de más de dos millones de personas, según los cálculos de ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados.
Excruciating pic.twitter.com/PIutGEIN0F
— Josh Campbell (@joshscampbell) March 7, 2022
“Insoportable”, escribió el periodista de la CNN Josh Campbell en el tuit donde difundió el vídeo, que acumula 4,7 millones de visualizaciones, 22.100 retuits y más de 6.000 comentarios. No hay explosiones ni sangre, pero la imagen es aterradora. Y lo es porque acerca el espanto: es imposible alejarse del dolor un niño. Del mismo modo, era la maleta junto a un cadáver tapado en la ciudad de Irpin lo más escalofriante de la imagen de Diego Herrera que ilustró la portada de este diario el pasado lunes. Todos tenemos una parecida en casa. En esta parte del mundo la usamos para ir de vacaciones; en Ucrania, ahora, para transportar una vida entera, como la de Tetiana Perebynis, de 43 años, y sus dos hijos, Mykyta, de 18, y Alisa, de 9, que murieron en esa huida, bombardeados. El marido y padre, Serhiy, se enteró de lo ocurrido por Twitter, al reconocer en las imágenes las pertenencias de su familia, según reveló a The New York Times. En la misma entrevista agradeció que se hubieran tomado esas fotografías: “El mundo entero debe saber lo que está ocurriendo aquí”.
Hoy hace 17 días que estalló la guerra. Llegará un momento en el que nos acostumbraremos a las imágenes de los edificios derruidos y al estruendo de las bombas y la costumbre produce, a menudo, una especie de anestesia. Pero el dolor será viral mientras podamos ponerle cara. Para eso están ahí los reporteros como María R. Sahuquillo, Luis de Vega y Antonio Pita, que nos cuentan la historia de Yelena, de Raisa, de Valerian...
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