Teoría de la compensación
Nadie vio lo que ellos vieron. Los bomberos de El Pozo se recuperan de su mejor trabajo, su peor recuerdo
Los profesionales que trabajan inmediatamente antes de la muerte o de la supervivencia suelen valerse de una especie de truco que podría llamarse teoría de la compensación: la satisfacción de salvar una vida compensa la angustia de otra que se escurre entre los brazos. Julián Martín, un veterano bombero de 50 años, explica que se ha servido de este truco durante los últimos 24 años, los mismos que lleva en el oficio, y que resume así: "Muchos atentados, muchos accidentes de tráfico, muchos incendios y un 11 de marzo de 2004". Es un día aparte. Porque a partir del 11-M ese mecanismo de alivio dejó de funcionar y la teoría de la compensación se volvió infantil, ridícula, insuficiente.
Los bomberos fueron los primeros en llegar a la estación de El Pozo y ver qué habían hecho dos bombas en un tren lleno de gente a la hora punta. Dividieron el trabajo en dos tiempos: primero, los vivos; luego, los muertos. "Entramos en el boquete, buscando a los supervivientes. Les tocabas el pulso, los movías, y si no respondían, ibas a por el siguiente. Algunos estaban paralizados en sus asientos, no oían nada por la explosión y te miraban como preguntando '¿qué ha pasado aquí?'. También recuerdo a una chica sentada en el piso de arriba con los auriculares puestos. Estaba perfecta, no tenía ni un rasguño. Fui corriendo hasta ella, pero estaba muerta", recuerda Julián.
Tardaron unos 45 minutos en sacar a los supervivientes. Luego estuvieron cinco horas recuperando cuerpos. Hasta 67.
En el rincón de la estación donde iban colocando a las víctimas hay, tres años después de la masacre, medio centenar de velas encendidas, algunas fotos y mensajes cariñosos para recordar que en el barrio no han olvidado a sus muertos. Los pasajeros entran en la estación con paso apurado y la intención de coger un tren, pero se detienen frente a las velas y pasados unos minutos, como si recordaran que tienen prisa, huyen apresuradamente, devorando las escaleras hasta llegar al andén. La escena -las prisas, la pausa, la huida- se repite durante toda la mañana. Nadie pasa por El Pozo sin tropezar con el 11 de marzo de 2004.
Carlos Díez, bombero de 35 años, regresa a la estación por primera vez desde aquel día. En el andén se le escapa una lágrima y sus compañeros, Julián Martín y Javier Brufau, se precipitan sobre él como intentando apagar con palmaditas en la espalda aquella chispa de angustia. "El 11 de marzo llevaba tres años trabajando de bombero. Había visto accidentes de tráfico, algún cadáver, pero siempre había cierta lógica o mala suerte... Aquello era imposible de asumir. Los trenes estaban abiertos como latas. Un vecino del piso de enfrente nos avisó de que en el techo de la estación había un cadáver. Yo soy incapaz de volver aquí y ver una estación normal y corriente", explica Carlos.
Durante dos años ha recibido llamadas periódicas de un psicólogo "para ver qué tal iba". Ha tenido sus recaídas, pero ahora está bien. "La mejor terapia fue volver al parque al día siguiente. Con mis compañeros podía hablar de las cosas que había visto. Con mi mujer, no", añade Carlos.
"El 11 de marzo nos machacó a todos. Cuando no lloraba uno, lloraba otro. Te ibas a un rinconcito, llorabas un poco, te desahogabas y volvías al trabajo, a los vagones. No parábamos de animarnos entre nosotros, de darnos toques de afecto. Curiosamente, los compañeros que estaban más enteros aquel día han caído luego como moscas. De repente, desaparecían. Luego te enterabas de que estaban de baja por depresión", explica Julián.
"Yo llegué a mi casa, me metí en la cama y no salí de allí en tres días. Enseguida empecé a sentirme culpable, a pensar si podía haber hecho más. El psiquiatra dice que todos decimos lo mismo", añade Julián. A veces habla con esa jerga robada al especialista, como cuando explica por qué de repente, tras los atentados, empezó a sentirse mejor en el parque de bomberos, trabajando, que en su casa: "Pasaba por muchos procesos de inseguridad", dice.
Javier Brufau, de 39 años, asiente con la cabeza. "Nunca estás preparado para algo así". Fernando Munilla, jefe de servicios de extinción de incendios de Madrid, añade: "Mientras estás allí te centras en el trabajo. Yo intenté no enfocar las caras de las víctimas, pero me quedé con el silencio y los olores. Lo tengo grabado en el cerebro. Ordenado, pero grabado para siempre".
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