La cuchara
Entre todos los caminos del mundo, el que va del plato a la boca es para unos muy placentero, para otros muy peligroso
Comer puede convertirse en un acto filosófico si uno come despacio, mastica bien y piensa en lo que come. Pero además de pensar en el alimento que uno está dispuesto a meterse en el cuerpo e imaginar quien habrá amasado ese pan, cultivado esa verdura, pescado esa merluza, sacrificado esa ternera o recogido esa fruta, también hay que pensar en la cuchara y en el tenedor, que sirven para llevar la comida a la boca. Griegos y romanos comían con las manos reclinados en los triclinios. También lo hacen con las manos los árabes sentados con las piernas cruzadas sobre bordados almohadones. Las manos bien lavadas constituyen el cubierto más natural, el más higiénico, el de más confianza, porque si en un restaurante imaginas la cantidad de bocas extrañas en las que se han introducido esa cuchara y ese tenedor que vas a usar, es posible que no te siente bien la comida. No se trata de los gérmenes patógenos que puedan contener, que sin duda habrán desaparecido por el fregadero, sino de todos los sentimientos que se hayan quedado adheridos a esa cuchara y a ese tenedor por cientos, miles de labios, de bocas, de lenguas, unas dulces, otras amargas, sucias, limpias, perversas, suaves o podridas. Esos sentimientos son mucho más resistentes que los gérmenes, nunca desaparecen, también los masticas y los digieres. En la cultura gastronómica cristiana los cubiertos arrastran un engranaje de bocas al que estás irremisiblemente unido. Puede que a algunos este hecho les produzca un escalofrío si piensan que en su misma cuchara ha comido un asesino o un violador; en cambio a otros tal vez les induce a imaginar labios deseados, bocas y lenguas adorables que jamás podrán alcanzar. Entre todos los caminos del mundo, el que va del plato a la boca es para unos muy placentero, para otros muy peligroso. En él se han producido millones de muertes por apoderarse de una cuchara.
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