El rey pródigo
Una cosa es el dolor de un hijo ante el declive físico y moral del padre, y otra la dignidad de un país que ve cómo su exjefe de Estado vuelve de su escondite dorado a echar una regata con los amigotes como si nada
En todas las familias balan ovejas negras. Antes de darlo por perdido, al pariente descarriado se le suelen aplicar correctivos in crescendo a ver si entra en vereda. Se le riñe. Se le castiga. Se le suplica. Se le llama a capítulo. Se le retira la palabra, y, en casos extremos, se le deshereda y se hace como si no existiera. Todo depende, claro, de la magnitud de las fechorías. No es igual, yo qué sé, un asesino, que un pobre desgraciado que roba para dar de comer a sus hijos, un toxicómano, un tarambana, o un golfo simpático que echa a perder su vida y la de los suyos por su avaricia y su lujuria, pecados capitales de fácil absolución en el confesionario adecuado. El problema es cuando el golfo es el paterfamilias del que depende la supervivencia del clan en pleno. Conviene entonces que los hijos adopten medidas quirúrgicas si no las toma él mismo. Otra cosa son las heridas internas, y las cicatrices.
En vísperas de la anunciada visita a España de Juan Carlos I después de dos años del autoexilio de la vergüenza, más que el previsible terremoto político, me conmueve el reencuentro del padre y del hijo, invertidos los papeles, intramuros La Zarzuela. ¿Cómo se mirarán? ¿Cuánto durará el abrazo? ¿Habrá lágrimas? ¿Quién bajará los ojos? ¿Qué se dirán a la cara, y al oído, aunque estoy segura de que han hablado cuando y cuanto han querido? Nunca lo sabremos, y bien está que así sea. Una cosa es el dolor de un hijo ante el declive físico y moral del padre, y otra la dignidad de un país que ve cómo su exjefe de Estado vuelve de su escondite dorado a echar una regata con los amigotes como si nada y sin decir ni esta boca es mía. Los españoles no somos súbditos, aunque algunos parecen añorar las luxaciones que les provocaban sus reverencias en los besamanos de Juan Carlos, sin saber, o sabiendo, que son quienes más lo adulan quienes más daño hacen a la Corona que dicen defender con su vida. El reguero de almíbar que segregan no oculta el oprobio de un hombre que, con su conducta, ha destruido su legado, y de un rey que, con su negativa a asumir sus culpas, deja a su sucesor a los pies de los republicanos. Apuesto a que, en el avión que lo traiga de vuelta al timón del Bribón —hay nombres bien puestos— el Emérito irá silbando el inmortal corrido de Vicente Fernández: “Una piedra en el camino, me enseñó que mi destino era rodar y rodar. No tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el Rey”. Iluso.
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