Sin novedad en el frente
Putin no ha abandonado su pretensión de conquistar toda Ucrania y colocar un Gobierno títere en Kiev. De momento se concentra en un objetivo más modesto
Todo sigue igual tras el desfile en la Plaza Roja el 9 de mayo: la resistencia en la acería de Mariupol, los lentos avances rusos en Donbás, las bombas sobre las ciudades o las señales de desbordamiento que llegan de la Moldavia amenazada desde la región separatista prorrusa de Transnistria... De las mendaces palabras de Vladímir Putin en el Día de la Victoria se deduce su disposición a prolongar la guerra cuanto haga falta, tal como ha advertido la directora de la CIA, Avril Haines, que también ha señalado el carácter impredecible de esta contienda y su peligrosa capacidad de escalar sin límites.
Nada permite pensar en una derrota por aniquilación de uno de los dos ejércitos, ni siquiera en un desenlace tan rotundo que lleve al derrocamiento del perdedor. Aunque Putin se propuso conseguir ambas cosas en un ataque relámpago sobre Kiev, que debía terminar con Zelenski y con la guerra en cuatro días, la realidad es que también su poder personal está en juego en el envite, al menos a largo plazo. Y si no lo está la integridad de su ejército, seriamente tocado ya en su prestigio, es precisamente por su colosal dimensión y su capacidad infinita de reclutamiento, que permiten prolongar las hostilidades cuanto haga falta, aunque previamente debería declararse formalmente el estado de guerra para proceder a un alistamiento en masa. Esta grave iniciativa, que se esperaba y temía para el 9 de mayo, todavía puede producirse si fracasa la actual ofensiva en el frente oriental, gracias no tan solo a la resistencia del ejército ucranio, sino sobre todo al flujo de armas que le llega de sus aliados.
Putin no ha abandonado su pretensión de conquistar toda Ucrania y colocar un Gobierno títere en Kiev. De momento se concentra en un objetivo más modesto: ocupar lo que le falta de las dos provincias de Donbás y quizás plantear la anexión, como ya hizo con Crimea. Pero no renuncia a los objetivos más ambiciosos: tomar Odesa, conectar con la prorrusa Transnistria y cerrar así la salida de Ucrania al mar. A Volodímir Zelenski no le basta con recuperar lo que ha perdido desde el 24 de febrero —especialmente Mariupol y Jerson, donde el Kremlin tiene planes de anexión de la provincia, con referéndum incluido— sino que pretende echar a los rusos de Crimea y de todo Donbás.
Está lejos el punto de equilibrio que fuerza a los enemigos a sentarse a negociar. Ahora es una guerra de usura la que está en marcha, hasta que la fatiga se imponga a las dos partes y también a sus aliados, sometidos a los efectos indirectos, sobre todo económicos, especialmente sensibles para las opiniones públicas de los países democráticos. El alto el fuego y luego la paz son decisiones que solo pertenecen a Putin y a Zelenski. Nadie se las puede imponer, pero si los aliados, también los del Kremlin, llegaran entonces a retirar o disminuir su apoyo financiero, diplomático y militar, sería imposible prolongar la guerra y llegaría la hora de que las armas callaran.
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