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Tribuna
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Los archivos: Jano no pide aduanas

Un país con una historia textual tan amplia como España no puede caer en el error de creer que solo la piedra y los lienzos son patrimonio. Los documentos son también monumentos, textos que se consultan y se admiran

Imagen de un depósito del Archivo General Histórico de Defensa.
Imagen de un depósito del Archivo General Histórico de Defensa.
Lola Pons Rodríguez

El dios de los archivos es Jano, deidad de las puertas en la religión de Roma. Se representa con dos caras, cada una mirando a un perfil. Jano bifronte, patrón de los principios y de los finales, figura en el logotipo del Consejo Internacional de los Archivos (International Council on Archives) como su patrono secular. La razón es poética e impecable: Jano conoce el pasado pero mira hacia el futuro, como hacen los archivos, estandartes del pretérito en el presente.

Los archivos son lugares bifrontes. Como entidades, viven en un doble tiempo, ya que custodian hoy documentos originales que han surgido de una actuación de ayer: impresos y manuscritos que pueden contener cartas privadas, declaraciones judiciales, quejas a una institución, testamentos, inventarios de bienes o huellas de los distintos procesos administrativos que iniciaron nuestros antepasados tiempo atrás. Como lugares de conservación, las jambas de los archivos sostienen simbólicamente una puerta que también abre a los dos lados: hacia dentro, en los depósitos, se guarda lo que merece ser protegido y resguardado por su forma, por su valor histórico y monetario así como por su materialidad, a menudo frágil; hacia fuera, en las salas de consulta o a través de una conexión a internet, los investigadores observan material o digitalmente aquello que se guarda, los fondos que merecen ser estudiados.

La diversidad de titularidades de los archivos es, por último, otro cuadro de bifrontismo, que tiene en España consecuencias inmediatas. Nuestro país oscila entre disponer de archivos públicos con catálogos cumplidos y amplias cantidades de documentos digitalizados (la valiosa Biblioteca Digital Hispánica de la Biblioteca Nacional o el inmenso portal Pares del Ministerio de Cultura y Deporte son una constatación de ello) y contar con otros centros (de gestión no pública en general: privada, eclesiástica...) que, faltos de horizontes, a veces parecen empeñados no tanto en proteger sus documentos sino en protegerse de los investigadores que necesitamos consultarlos.

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Quienes vamos a un archivo a buscar documentación asumimos las exigencias casi aeroportuarias que se requieren, del mismo modo que se padece la arena caliente que cruzamos ante la promesa de la mar helada. Toda prevención es poca, pero Jano no pide aduanas tan caprichosas como las que a veces levantan algunos responsables de archivos (me niego a llamarlos con el ilustre nombre de archiveros) que confunden archivo con museo y patrimonio con pertenencia.

No puede ser que tras viajar muchos kilómetros para consultar unos fondos, el responsable de guardarlos nos ofrezca verlos en un facsímil (algo así como una fotocopia a color de mucha calidad) o nos fije un horario de consulta salido del teatro de los absurdos. No puede ser que estemos sin mascarillas pero algunos archivos sigan con la excusa de que las salas de consulta han de estar cerradas por el coronavirus. Es descorazonador que se mezcle despotismo y nepotismo para negar el acceso a los documentos. Resulta inadmisible que el éxito de una investigación que incluye una fase de archivo dependa de que los investigadores caigamos en gracia al custodio y que tengamos que ser augures de los semblantes del privado como se lamentaban los viejos versos a Fabio.

Aparte de creer en la protección del dios Jano o de rezar a san Benito de Nursia, santo de los archiveros, no hay mejor patrono para los documentos antiguos que una buena administración de las entidades que los custodian. La gestión del patrimonio documental español tiene que esforzarse en ayudar a los investigadores para que el acceso a los archivos públicos sea lógico y para que las tarifas de copia o digitalización sean justas; en cuanto a los archivos de manos privadas, la recepción de ayudas y subvenciones debería estar unida siempre a que estos censen sus fondos y digitalicen (¡al menos!) sus catálogos. Si el presupuesto de una entidad privada es escaso (lo entiendo y nada objeto), debe ser igualmente escasa su tendencia a retener documentos que en otro lugar o con otra titularidad se cuidarían mejor. Igual que muchas familias se han desprendido de casas que no podían administrar, quienes no puedan administrar sus fondos documentales deben tramitar su cesión al Estado y este debe pagarles en reciprocidad. El Archivo Histórico de la Nobleza, de titularidad estatal, se ha levantado a partir de fondos de casas nobiliarias españolas, y está siendo un buen ejemplo de gestión que debería animar a abrir las manos a más entidades privadas poseedoras de documentación.

Un país con una historia textual tan amplia como España no puede caer en el error de creer que solo la piedra y los lienzos son patrimonio. Los documentos son también monumentos, textos que se consultan y textos que se admiran. Entiendo esa doble faz; entiendo que Jano se evoque en el acceso a los archivos recordándonos esa dualidad, pero, con todos los respetos exigidos, los investigadores queremos franquear la puerta y tenemos derecho a ello.


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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Filóloga e historiadora de la lengua; trabaja como catedrática en la Universidad de Sevilla. Dirige proyectos de investigación sobre paisaje lingüístico y sobre castellano antiguo; es autora de 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo'. Colabora en La SER y Canal Sur Radio.

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