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tribuna
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Regreso a la URSS con retoques

El novelista francés André Gide fue blanco de feroces críticas en su época por denunciar el carácter autoritario y personalista del régimen de Stalin. Una valentía que ahora nos toca a nosotros con Putin

URSS
DIEGO MIR
Vicente Molina Foix

El 21 de junio de 1936 André Gide fue invitado a pronunciar un elogio fúnebre en la Plaza Roja de Moscú, aquella mañana llena de gente compungida; Stalin presidía el acto en honor del glorioso escritor ruso Maxim Gorki, fallecido tres días antes. El novelista francés, que tenía entonces 66 años y aún no había ganado el premio Nobel, era una eminencia de la izquierda filocomunista internacional, sobre todo después de haber publicado en la década anterior su Viaje al Congo, hermoso libro de observación humana y vigorosa denuncia del colonialismo europeo en África, que se abre con unos versos de Keats: “Mejor es la imprudente movilidad / que la prudente fijeza”.

Del discurso en la Plaza Roja destaca esta frase: “La suerte de la cultura está ligada en nuestras mentes al destino mismo de la URSS. La defenderemos”. Pero Gide, uno de los grandes viajeros memorialistas del siglo XX, siguió explorando el país después de la solemne ceremonia moscovita, dispuesto en las etapas iniciales de su recorrido a aplaudir las transformaciones políticas y sociales de la Unión Soviética, aunque también deseoso de comprobar con sus propios ojos lo que no veía claro en alguna de sus circunstancias. Convencido de que en ese vasto territorio se estaba fraguando algo muy positivo que nos concerniría a todos en años venideros, Gide, sin querer desairar a sus anfitriones, trata de huir del rol del propagandista de la fe estaliniana, un papel que se repartirían pronto grandes figuras del estrellato mundial y, en períodos revolucionarios, promocionaron países como la Cuba de Castro o la China de Mao.

Gide llevaba con él su inseparable Diario, que ordenado en capítulos dio forma al breve libro Regreso de la URSS, impreso en Francia antes de que acabara el año. En la nota preliminar, el autor dice que “La URSS está en construcción, es importante repetírselo continuamente. De ahí nace el interés excepcional de una estancia en esa inmensa tierra en gestación: pareciera que uno presencia allí el alumbramiento del futuro” (cito por la buena traducción de Carmen Claudín, Alianza Editorial 2017). Sin embargo, el futuro que Gide advierte o adivina no siempre es de su agrado; al escritor no se le escapa la imagen de una homologación forzosa de la ciudadanía, que empieza en el modo uniforme de vestir pero afecta asimismo a las uniformidades del alma: “Cada mañana, Pravda los alecciona sobre lo que es oportuno saber, pensar, creer […]De resultas, siempre que se habla con un ruso es como si se hablara con todos. No porque cada uno obedezca de manera precisa una consigna, sino porque todo está dispuesto de modo tal que nadie pueda diferenciarse”, sosteniendo en otro pasaje que la “felicidad de todos no se alcanza sino por la desindividualización de cada uno”, a lo que añade, con demoledor sarcasmo, “Para ser felices, confórmense”.

El inconformismo de Gide fue muy mal recibido por la mayoría de la intelligentsia progresista, llegando pronto ese descontento a un país dividido por una guerra, y a la ciudad de Valencia, donde el 4 de julio de 1937, inauguradas por Juan Negrín, presidente del Gobierno legítimo de España, comenzaron las ponencias del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, que también reunió a los participantes en Barcelona y Madrid. A Gide se le retiró a causa de su libro la invitación, no sin protestas de alguno de los presentes, y con palabras muy ácidas de Manuel Azaña, que estaba en contra de ese II Congreso. En el arranque de su Regreso de la URSS Gide había ya previsto las reacciones adversas: “Ocurre demasiado que los amigos de la URSS se nieguen a ver lo malo, o cuando menos a reconocerlo; de ahí que, con excesiva frecuencia, la verdad sobre la URSS se diga con odio, y la mentira con amor”, respondiendo, en un gesto de elegante firmeza después de ser expulsado del citado congreso, así: “He creído siempre un honor recibir los insultos provenientes del campo fascista. Los que recibo de mis camaradas de ayer han podido resultarme extremadamente dolorosos (los de José Bergamín, particularmente) [...]¿Es necesario aclarar que estos insultos no modificarán mis sentimientos ni conseguirán hacer de mí un enemigo por mucho que lo pretendan?” (texto de Gide recogido en La literatura comprometida, Buenos Aires, 1956).

No es riguroso pero está justificado establecer un paralelismo entre la de hoy y aquella Rusia de Stalin observada con agudeza por André Gide y que cegó a tantos notables artistas de buena intención y corta mirada. Tampoco el cainismo de nuestra Guerra Civil es comparable al intrincado nudo étnico, religioso, lingüístico y territorial que, desaparecida la Unión Soviética, une y desune a Rusia con Ucrania y la plétora de pequeñas repúblicas ansiadas con avidez, mimadas por su colaboracionismo con el Kremlin o condenadas por su rebeldía y su desobediencia a la nomenklatura de un imperio que mantiene modos zaristas y criminales deseos colonizadores. De esas “tiranías rusas” trata un extenso libro que acaba de aparecer en Francia, Voyages en Russie absolutiste, en el que un escritor, Jil Silberstein, que previamente desconocía, traza el mapa histórico y cultural de dos siglos de insumisión, encarnándolos esencialmente en cuatro protagonistas reales: el gran autor romántico de Un héroe de nuestro tiempo, Mijail Lermontov, el valeroso escritor anarquista Victor Serge, tan admirado por Susan Sontag, y dos luchadores incombustibles, Tan Bogoraz y Anatoli Martchenko, que sólo pueden ser descritos como militantes de los gulags siberianos, donde ambos murieron en detención.

En el extremo opuesto del cuadro al que nos asomamos aquí están Los hombres de Putin (Península, 2022), que llenan las muchas páginas de otro libro reciente de la periodista Catherine Belton. La lectura de ambas obras puede resultar dolorosa y burlesca si se hace en alternancia: los relevos de la amargura y las muertes trágicas en el de Silberstein, la versión astracanada de el oro de Moscú en el de Belton, que convierte aquella leyenda anti-republicana de nuestra posguerra en actualísima sit com de chulos de piscina, yates de ensueño, y la caterva de los oligarcas, que ayudan y sostienen al jerarca en un probado canje de favores: la autocracia a cambio de la cleptocracia.

En junio de 1937, cuando se ultimaban en Valencia los preparativos del histórico II Congreso ya mencionado, Gide volvió a las andadas con sus Retoques a mi Regreso de la URSS (apéndice también incluido en la citada traducción española). Un año había pasado desde que sus palabras halagadoras fueron dichas al lado del dictador, ahora muy retocado en sus Retoques: “Stalin no soporta sino la aprobación; adversarios son, para él, todos aquellos que no aplauden. Ocurre más de una vez que él mismo adopte, posteriormente, cierta reforma propuesta; ahora bien, si se apropia de la idea, para que esta sea bien suya, empieza por suprimir a aquel que la propone. Es su manera de tener razón”. Suprimidos, o sea ejecutados, fueron los muchos miles de dirigentes comunistas acusados de conspiración trotskista entre agosto de 1936 y marzo de 1938 en los llamados procesos de Moscú. Una vez más Gide se mostró imprudente pero certero en la rapidez de su denuncia. Ahora nos toca a nosotros no equivocarnos ante las mentiras, y defender sin odio el amor a la justicia. ¿Cuándo y dónde se empezará a juzgar a Putin y a sus secuaces?

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