André Gide: la profundidad de la piel
Nació en París, en 1869. El primer recuerdo de André Gide es el de una mesa de comedor cubierta con un tapete que llegaba hasta el suelo. Con el hijo de la portera, de su misma edad, que iba todos los días a buscarle, se deslizaba entre aquellas faldas y ambos agitaban ruidosamente unos juguetes para ocultar otros juegos, que según supo después eran malas costumbres. Tenía entonces cinco años y fue su primer simulacro. Era un niño mimado, muy huraño, hijo único de un renombrado profesor de Derecho, que murió cuando André tenía 11 años. A esa edad quedó bajo la obsesiva protección de su adinerada madre, Juliette Rondeaux, que, pese a todo, lo educó en una elegante austeridad, con una forma de querer hostigante, puesto que hasta el final de sus días rodeó al escritor de mimos y de consejos ininterrumpidos acerca de actos, pensamientos, gastos, lecturas y paños como si no hubiera crecido.
Desde la adolescencia la cabeza del escritor quedó dividida: por un lado la moral estricta y por otro el hedonismo
La niñera lo llevaba a los jardines de Luxemburgo, muy cerca de su casa de la calle Médicis. Allí se negaba a jugar con otros niños. En un momento de descuido se lanzaba sobre ellos y a patadas destruía los pasteles de arena que con ayuda de cubos habían construido. Gide tenía sus propias bolitas de cristal, algunas de ágata negra, que trataba de que no se mezclaran con otras más vulgares. En su habitación, a solas con un ficticio amigo Pierre, creado por su imaginación, se entretenía con un caleidoscopio, que en el otro extremo de la lente le ofrecía un rosetón siempre cambiante. Poco después comenzó a recibir clases particulares de piano, lecciones de esgrima dos veces a la semana y a menudo sesiones de equitación en el picadero. Estudió en la Escuela Alsaciana de la que fue expulsado. La institutriz británica Anna Schackleton le impuso un rigor puritano, valor muy apreciado por la alta burguesía cuando le sirve para ocultar cierta clase de vicios.
La familia del padre procedía de Ezés, del cantón de Nimes, en el soleado Rosellón. La familia de la madre provenía de Ruán, capital de la húmeda Normandía. La rama paterna era católica y la materna protestante. André Gide creció viajando en vacaciones hacia las casas solariegas del Mediodía y del norte de Francia. En una había higueras, olivos y laureles; en otra crecían manzanos, había caballos, florecían las rosas y habitaban unas primas muy bellas. Una de ellas, Madeleine, fue su amor de adolescencia con la que acabaría casándose a los 26 años, forzado por la madre autoritaria que trataba de apartarle así de la turbiedad ambigua a la que le empujaba la carne.
Desde la adolescencia la cabeza del escritor quedó dividida: por un lado la moral estricta y por otro el hedonismo. Un camino le llevaba siempre a los placeres oscuros; otro le devolvía a la honestidad personal y al compromiso con los demás desde la altura de la estética, pero el puritanismo siempre acababa por pedirle cuentas a la conciencia al final del viaje al fondo de los sentidos. Este combate constituye la esencia de la literatura de André Gide. La máxima profundidad del ser humano está en la piel, en la belleza de los cuerpos jóvenes, en el nudo de los sentidos que componen el alma. Con buenos sentimientos siempre se hace mala literatura. La belleza no debe tenerse ante cualquier límite. Tiempo habrá luego para arrepentirse y azotarse en público, sin dejar de hacer de este ejercicio un ejemplo de estilo.
A los 24 años, después del primer libro escrito en prosa poética, Los Cuadernos de André Walter, se premió a sí mismo con la primera fuga hacia el sur en busca del sol, del exotismo y de un modo natural de curarse un principio de tuberculosis. En compañía de su amigo Paul Laurens se embarcó en Tolón rumbo a Túnez y desde allí al oasis argelino de Biskra donde conoció a Oscar Wilde, que andaba por allí metido en peleas tormentosas con el amante Alfred Douglas, el bello lord que finalmente lo llevaría al infierno de la cárcel de Reading. El joven Gide fue conducido de la mano de Wilde a secretos cafés para iniciados. Mientras fumaban una pipa de kif entre unos árabes sentados en cuclillas y tomaban té de jengibre, en la primera noche, un adolescente de ébano, llamado Alí, semidesnudo tocaba la flauta en la penumbra y ellos lo contemplaban con la mente embotada. "¿Te gusta el musiquillo? Tómalo. La única forma de vencer la tentación es caer en ella", le dijo Wilde, una frase que después se haría famosa. En las memorias de Gide esta sensación corporal fue inseparable de los placeres que también compartía con niñas adolescentes que desde el desierto subían a ofrecerse a los hombres en el zoco del oasis. André Gide se hizo traer un piano desde Argel. Sus notas atravesaban el jardín y se perdían en la suma ebriedad de la carne ahogada en las flores.
De regreso a París, el sur ya nunca dejaría de ser su horizonte. Frecuentaba a los simbolistas del salón de Mallarmé. Por la mañana tenis, al mediodía baños y de noche ajedrez. De pronto le visitó el éxito cuando publicó Los alimentos terrenales, ensalzado por la crítica, un canto fervoroso del instinto como método de superar la moral. El mismo combate continuó con la publicación de El inmoralista, en 1902, y después con Prometeo mal encadenado, donde los remordimientos que le proporcionaba la libertad alcanzan las cotas más altas del arte. Llevaba una vida respetable, llena de escrúpulos sociales por fuera y muy libre por dentro. En 1908 André Gide participó en la fundación de la Nouvelle Revue Française y se convirtió en el alma de la editorial Gallimard. Comenzó a ser considerado maestro, un punto de referencia de la cultura francesa entre Mauriac, Camus, Malraux, Proust y Paul Valéry, no sin andar siempre orillando el escándalo.
En 1925, comisionado por el Gobierno francés en una expedición al Congo redactó un informe demoledor contra el método colonialista. En 1936 viajó a la URSS y de regreso dejó de jugar a ser comunista y escribió un libro de denuncia contra el estalinismo, por el cual fue condenado a las tinieblas por el Partido. No le importó absolutamente nada. Gide era un radical de sí mismo frente a cualquier barrera política y moral. Su larga travesía interior está en su Diario, llevado como un psicoanálisis ético y literario desde 1889 a 1949. Mientras escribía con una prosa semejante a una sonata onírica Corydon, en defensa de la homosexualidad, tuvo una hija, Catherine, de su relación extramatrimonial con María van Rysselberghe. Luego sus libros ardieron en una plaza de Berlín, junto con los de Thomas Mann, Proust, Einstein y Freud cuando los nazis establecieron el dilema cultural entre la sumisión o el exterminio. Por su parte, durante la invasión alemana Gide trató de convertir la sumisión en sabiduría. Abandonó París, buscó de nuevo el soleado Mediodía y terminó en Argel, en Fez, en Túnez, en Siracusa. De lejos oía las bombas mientras leía a Goethe para curarse de la humillación ante la derrota de todos los ideales. Liberado París siguió tocando el piano, recibiendo a los amigos, leyendo en un sillón de orejas con una manta de cachemir sobre las rodillas, que sólo por estética nunca llegaron a doblarse ante nadie. Hasta que en 1947 recibió el Premio Nobel. Murió en 1951, a los 82 años.
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