Despertar
A medida que me adentraba en el interior de la vivienda crecía el sentimiento alucinatorio que alcanzó su cénit frente a los sanitarios del aseo


Un amigo me invitó a la inauguración de su nueva casa, que estaba en el centro y era muy antigua. Pese a que la había reformado parcialmente, la vivienda no había perdido el eco funerario de los techos altos y de los rincones difíciles de habitar excepto por muebles de museo. En uno de esos rincones había, por ejemplo, una vieja máquina de coser de las de pedal que había pertenecido a su abuela. La gente se maravilla ante tales objetos, pero a mí me parecen enseres decrépitos, casi cadáveres. En el comedor había asimismo una alacena que me recordó la de la casa de mis padres, cuando yo era pequeño. Quizá, pensé, fuera la misma, pues estos trastos no dejan de dar vueltas por el mundo mientras los devora por dentro la polilla.
A los postres, tras excusarme para acudir al baño, me interné en el pasillo cuya oscuridad me trajo a la memoria la de las habitaciones de los sueños. Me hallaba en un sitio real que sin embargo poseía los tonos sombríos de lo onírico. La discordancia me alteró tanto que a punto estuve de dar la vuelta y regresar apresuradamente al salón para recuperar el ajetreo de la vigilia. Pero seguí y seguí y a medida que me adentraba en el interior de la vivienda crecía el sentimiento alucinatorio que alcanzó su cénit frente a los sanitarios del aseo, que evocaban los de las pensiones antiguas, especialmente la bañera cuyas patas, de hierro, imitaban las garras de un león. El espejo, por su parte, era tan longevo que me devolvió un rostro oxidado por el deterioro del azogue.
Regresé al salón convencido ahora de estar realmente dentro de un sueño y me incorporé a la reunión más tranquilo en la seguridad de que no tardaría en despertar. Pero llegó a su fin la cena, hicimos la sobremesa, nos despedimos y yo volví a mi casa todavía dentro del sueño. De esto hace ya una semana y aún no he despertado.
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