Ante el dolor de los animales
A diferencia de nosotros, otras especies viven exclusivamente en el presente, y es su falta de angustia por lo que vendrá la que nos hace ensañarnos con ellas. Debemos pensar una nueva relación con un mundo natural al que también pertenecemos
El amor al prójimo —escribió Simone Weil— consiste en ser capaz de preguntarle cuál es su tormento, recordaba hace algunos meses la escritora Sigrid Nunez (Nueva York, 1951), de cuya nueva novela es epígrafe la cita. Cuál es tu tormento se interroga acerca de cómo afrontar una pérdida y un duelo de los que la autora ya habló en El amigo, publicada en 2018. Pero la diferencia sustancial entre ambas obras es que, mientras que en Cuál es tu tormento no hay consuelo, en El amigo sí lo hay, y es un perro, un gran danés que la narradora acoge a regañadientes tras el suicidio de su antiguo dueño.
Una de las razones del éxito tardío de Sigrid Nunez es que nuestras preocupaciones son por fin las suyas. Ezra Pound sostuvo en una oportunidad que “los artistas son las antenas de la especie”, y es posible que la escritora estadounidense haya perfeccionado el dispositivo. Leída en el clima cultural que produjo la pandemia —con un incremento estadístico del número de adquisiciones de animales domésticos a nivel mundial y una sensibilidad condicionada por una convivencia con ellos más pronunciada de lo habitual debido al confinamiento y al teletrabajo—, El amigo respondía magistralmente a la pregunta de qué hacer con la pérdida; al terminar el libro, el amigo del título ya no era tan sólo el antiguo dueño del perro, el maestro de la narradora cuyo suicidio ésta no puede dejar de lamentar, sino también el animal que éste le ha dejado y la sostiene en su aflicción, y éste, a su vez —como en El peregrino, el extraordinario libro de J. A. Baker—, la narradora: su dolor es el mismo, su amor a la literatura, de alguna manera, el mismo también.
Anne Sexton afirmó que “el fin del asunto es siempre la muerte” y el filósofo inglés John Gray sostiene que lo único que nos diferencia de los animales es nuestro miedo a ella: ni el lenguaje ni los artefactos lo hacen, ya que “los castores se construyen sus propias casas, los cuervos utilizan herramientas para atrapar comida, los simios forman culturas valiéndose de conocimientos transmitidos de generaciones previas, los aullidos de los lobos y los cantos de las ballenas son sonidos que emiten al hablar entre sí”. El temor a la muerte sí nos pertenece en exclusiva, sin embargo. Y Gray sostiene, siguiendo al antropólogo cultural Ernest Becker, que ser crueles es lo único que sabemos hacer para conjurar ese temor. Como escribió Becker, el sadismo lo absorbe “de forma natural”: “Creemos que logramos dominar la vida y la muerte cuando tenemos en nuestras manos el destino de otros. Mientras podamos seguir disparando, pensaremos más en matar que en ser asesinados. Como un sagaz pandillero afirmó en una película: ‘Cuando los asesinos dejan de matar, los matan”.
Los animales no hacen planes a largo plazo, no conciben ideologías con el propósito de alcanzar la trascendencia, no fantasean con la inmortalidad tecnológica, no están dispuestos a matar y a morir por “ideas” que en realidad son sentimientos; como escribió el filósofo idealista Johann Gottlieb Fichte, “son una obra acabada y perfecta” mientras que “el hombre es un atisbo, un esbozo. Todo animal es lo que es; solo el hombre no es nada en su origen”. A diferencia de nosotros, afirma Gray, los animales —los gatos, por ejemplo— viven exclusivamente en el presente, y es su falta de angustia por lo que vendrá la que nos hace ensañarnos con ellos. “Cuando las personas dicen que su meta en la vida es ser felices, nos están dando a entender que son desdichadas”, escribe en Filosofía felina. Los gatos y el sentido de la vida. “Esa felicidad que en los humanos es un estado artificial, es para los gatos su condición natural. Los gatos son felices siendo ellos mismos, mientras que los humanos intentan alcanzar la felicidad huyendo de sí”. No somos superiores, los animales nos aventajan y es eso lo que no podemos soportar.
Muchas festividades religiosas culminaban en Francia hasta hace algún tiempo quemando un gato en una hoguera o arrojándolo desde un tejado, recuerda Gray. “En París, era costumbre quemar una cesta, un barril o un saco con gatos vivos suspendido de un poste alto. También se enterraban vivos gatos bajo la tarima del suelo cuando se construía una casa, pues se creía que esa práctica traería buena suerte a todos los que la habitaran. (...) En las procesiones de quema de efigies del papa que se organizaron durante el reinado de Carlos II, las figuras papales se rellenaban de gatos vivos para que sus gritos añadieran dramatismo a la escena. (...) En algunas ciudades francesas, los cazadores de gatos montaban un espectáculo más animado si cabe prendiéndoles fuego para, a continuación, perseguirlos por las calles mientras se quemaban. (...) Muchos carnavales concluían con un remedo de juicio en el que los gatos eran aporreados hasta dejarlos moribundos y luego se los colgaba en un espectáculo que provocaba alborotadas risas”. No hace falta decirlo: a menudo el gato ocupaba en esas tradiciones el lugar de la mujer, cuya sexualidad era percibida como una amenaza
No muchas personas se atreverían a proponer que estas prácticas sean rehabilitadas sólo por ser parte de una cierta tradición, pero la tortura de animales continúa en España —pese a ser deficitaria y a no despertar ya ni siquiera el interés del público especializado, como escribe el crítico taurino de este periódico, Antonio Lorca— porque se la considera una; su exigua rentabilidad, la visible retracción de su público joven, su secuestro por parte de una extrema derecha identitaria y paranoica y, en última instancia, el hecho de que durante los meses de confinamiento no muchos parecen haber lamentado su ausencia permiten comenzar a pensar, sin embargo, en un futuro en el que los aspectos más positivos y verdaderamente culturales del toreo —los libros y las canciones que ha inspirado, ciertas expresiones devenidas metáforas habituales, las artes populares que confluyen en la fabricación de los trajes de luces y la cartelería, cierta iconografía… nada que requiera para su existencia que siga habiendo corridas de toros— subsistan mientras la práctica desaparece, arrastrada por la transformación de la sociedad. Lo único que se necesita para ello es que el Estado deje de poner dinero directa o indirectamente en los toros.
“Ningún arte que legitime la crueldad vale la pena”, escribió el psicólogo y ensayista Adam Phillips; siguiendo los pasos de autores como Peter Singer —quien afirmaba hace unos días en este periódico que le parecía “increíble que los toros hayan sobrevivido hasta hoy, pese al rechazo general a que la diversión del público se base en infligir sufrimiento a los animales”—, el autor francés Franz-Olivier Giesbert concluyó, más recientemente: Un animal es una persona. Qué hacer ante el dolor de los demás y sus pérdidas —así como las nuestras— es la pregunta más importante que podamos hacernos, y la más imperiosa si deseamos otorgar algún sentido al estado de excepción que vivimos al menos desde la aparición del coronavirus. Quizás podamos hacerlo comenzando por aliviar el dolor silencioso y noble de los animales, pensar una nueva relación con ellos, con nuestro tormento y con un mundo natural que los animales pueden representar para algunos, pero al que nosotros —como demostró la pandemia— también pertenecemos.
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