Vox se apropia de la tauromaquia
El partido de Abascal politiza los toros en su valor identitario, y Casado se adhiere a la defensa
La tauromaquia se ha incorporado al debate político en la resaca de las elecciones andaluzas, bien por la teoría adanista y abolicionista de la ministra Ribera —“me gustan los animales vivos”— o bien porque Santiago Abascal y Pablo Casado se disputan la tutela. El líder de Vox, claro, lo hace enfatizando la perspectiva identitaria, mientras que el presidente del PP se recrea en los números: puestos de trabajo, impacto económico, aportación recaudatoria.
No cabe escenario más desasosegante para el aficionado cabal. Los toros vuelven a politizarse, a manipularse. Y se convierten en arma arrojadiza. Tanto los defiende Abascal a lomos de su jaca, tanto se identifica la tauromaquia con una expresión anacrónica y trasnochada, cuando no ultramontanta y característica de la derechona. La campaña de Morante con la bandera de Vox sobrentiende una relación conceptual y orgánica entre la Fiesta y la España tremendista. De hecho, Abascal aprovechó una visita a la finca del diestro sevillano en la recta final de la campaña andaluza para adjudicarse la representación: “Santiago Abascal, con los toreros”, escribía el mesías ultra, posando a la vera de Morante, Pablo Aguado y Javier Jiménez.
No son ellos “los toreros” en sentido corporativo ni homogéneo. Y no puede Abascal proclamarse defensor, sobre todo cuando la estrategia electoral y electoralista tergiversa la noción o la aspiración apolítica de la tauromaquia.
Porque Vox no la defiende. Vox la utiliza como pretexto de su arsenal identitario. La tauromaquia sería la expresión de la España y heroica, la quintaesencia de la virilidad, el territorio puro en el que se yergue el toro de Osborne, figura totémica que custodia nuestros valores, nuestras dehesas y nuestra épica encunando al musulmán. España cañí, suspiros de España, que viva España.
Igual que los toros se prohibieron en Cataluña por razones de idiosincrasia malentendida, carece de sentido reivindicarlos por la misma razón. Los toros están fuera de la política. Pertenecen a un ejercicio extremo de la estética que transita a las cinco en punto de la tarde entre el erotismo y la muerte. Mana la tauromaquia del Mediterráneo. De sus mitos y de sus ritos remotos. Y se arraigó en América como se arraigó el Antiguo y el Nuevo Testamento. Por eso la máxima figura de nuestro tiempo, menos mal, es un torero peruano, Roca Rey. Y por la misma razón Francia representa la reserva espiritual de la tauromaquia frente al tópico y la españolada.
Morante de la Puebla se ha prestado a la propaganda de Vox. Suya es su libertad, suyas son sus ideas, pero nuestro, de los aficionados, es el malentendido, constreñidos a explicar que la tauromaquia no tiene bandera. Y mucho menos la representa la oscuridad de Vox o los razonamientos finalistas de Casado.
La tauromaquia no puede defenderse desde la economía ni puede condenarse desde de la candidez franciscana que ha expuesto la ministra Ribera, pero el debate corre el peligro de arrinconar a los toros a un terreno de disputa entre la derecha proteccionista —el mal— y la izquierda abolicionista —el bien—, cuando son los toros una expresión cultural, vanguardista, que escandaliza a la sociedad sin discriminaciones porque expone todos los tabúes y amenaza todas las convenciones: la muerte, la liturgia, el héroe clásico, la eucaristía pagana.
Pablo Iglesias pretende someterlos a un referéndum porque aspira atraerse los votos del PACMA y perseverar la polarización plebiscitaria, más allá de la regulación de los hábitos. Y Rivera, con “v”, ha opuesto la solución más sensata: quien quiera ir que vaya, y quien no quiera ir, no vaya. Lo decía con otras palabras Ramón Pérez de Ayala: si fuera presidente del Gobierno aboliría las corridas de toros, pero como no lo soy, no me pierdo ninguna.
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