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ofensiva de Rusia en Ucrania
Columna
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Sicofantes en la corte del Kremlin

Con un entorno de acólitos incentivados a asentir e incapaces de mostrarse en desacuerdo, Putin se ha visto privado de información realista y ha errado en sus decisiones estratégicas

Vladimir Putin en el cosmódromo de Vostochny
El presidente ruso, Vladímir Putin, pronuncia un discurso este martes en el cosmódromo de Vostochny a las afueras de la ciudad de Tsiolkovski.EVGENY BIYATOV (EFE)
Eva Borreguero

A una personalidad despótica no se le puede decir “tu argumento es inexacto, sin fundamento y absurdo. Actuar en consecuencia únicamente producirá efectos indeseados”. Al déspota no se le puede decir “te has equivocado”. Su ego narcisista y el miedo a las consecuencias de ser descubierto en el error lo impiden. Por ello apartan a los detractores que señalan sus fallos y se rodean de una corte de sicofantes (sycophants) que corroboran sus propósitos. A diferencia de la habitual traducción al castellano ―adulador, lisonjero―, el vocablo inglés alude a una relación ventajosa con la autoridad. El sicofante observa, analiza y descifra el pensamiento de su blanco. Detecta sus gustos, inclinaciones y temores e, inadvertidamente, se adelanta a expresarlos para ser validado desde un vanidoso reconocimiento mutuo. En resumidas cuentas, el sicofante actúa a modo de espejo donde se recrea el déspota inseguro y autocomplaciente. Shakespeare plasmó con maestría sus habilidades en el personaje antagonista de Otelo, el moro de Venecia, el reptiliano Yago, quien le induce a matar aquello que más ama, Desdémona.

Los entornos dictatoriales, donde reina el temor, son caldo de cultivo para los sicofantes, y así como el déspota crea al sicofante, éstos lo modelan a su imagen. Es el caso de Vladímir Putin. En Todos los hombres del Kremlin, Mijaíl Zygar describe el fenómeno del “Putin colectivo”, una cohorte de individuos que ha consolidado su liderazgo personalista. Inmerso en un entorno de acólitos incentivados a asentir e incapaces de mostrarse en desacuerdo (recuerden la humillación a Serguéi Narishkin, jefe del Servicio Exterior de Inteligencia, por atreverse a insinuar posibles alternativas) Putin se ha visto privado de inputs de información realista y, en consecuencia, errado en sus decisiones estratégicas. La invasión de Ucrania ha reavivado el atlantismo zaherido por Trump, forjado a un héroe para los libros de historia ―Zelenski―, fortalecido a la Unión Europea, debilitado el rublo, y dotado al pueblo ucranio de un relato nacionalista que lo cohesionará por generaciones.

Se da la paradoja de que el presidente ruso, arquitecto de una superestructura de información e inteligencia y agitador de la propaganda como estrategia de guerra híbrida, al blindarse y quedar desconectado de la realidad se ha convertido en víctima de una espiral de desinformación, víctima de sí mismo. Putin anda furioso por el elevado coste de unos resultados que no casan con sus ansiadas expectativas, producto de un delirio ideológico genocida, y para remediarlo ha recurrido a la brutalidad expeditiva, concediendo a Alexánder Dvornikov, apodado El Carnicero por sus crímenes contra la población civil en la guerra de Siria, el mando de las tropas rusas. Un arma de terror psicológico para sojuzgar a los ciudadanos ucranios, a los que considera “uno” con su amado pueblo ruso, que no lo sacará del laberinto en el que se encuentra extraviado. @evabor3

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Sobre la firma

Eva Borreguero
Es profesora de Ciencia Política en la UCM, especializada en Asia Meridional. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Georgetown y Directora de Programas Educativos en Casa Asia (2007-2011). Autora de 'Hindú. Nacionalismo religioso y política en la India contemporánea'. Colabora y escribe artículos de opinión en EL PAÍS.

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