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LA BRÚJULA EUROPEA
Columna
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Cómo hundir a Putin sin dar alas a Le Pen & co

La asfixia económica del Kremlin debe avanzar rápida pero no de forma abrupta y desatenta al malestar social que se conforma en la UE por el coste de la vida

El presidente de Rusia, Vladímir Putin
El presidente de Rusia, Vladímir Putin.MIKHAIL KLIMENTYEV (AFP)
Andrea Rizzi

Desde el inicio de la invasión de Ucrania, la Unión Europea ha acordado financiar la compra de armas para Kiev por valor de 1.500 millones de euros y ha pagado unos 35.000 millones a Rusia en concepto de compra de energía, según datos ofrecidos esta semana por el Alto Representante de Exteriores de los Veintisiete, Josep Borrell. Los claros indicios de crímenes de guerra cometidos por fuerzas rusas han reforzado la presión moral para revertir la desgarradora realidad de una UE que, mientras trata de detener al agresor, lo financia. Cómo hacerlo es un dilema político de gran envergadura, que amenaza con romper la notable unidad mantenida en los primeros compases del conflicto.

Ante el sufrimiento de la población ucrania y brutalidades como las de Bucha o la estación de Kramatorsk el imperativo moral es enorme y comprensiblemente hay quienes abogan por un corte abrupto, con la esperanza de que el contragolpe económico no sea tan fuerte, que con determinación e ingenio se encontrarán alternativas, y que la población entenderá la necesidad de sacrificios. Puede que sea así, pero conviene explorar bien los riesgos asociados a la opción abrupta.

Algunos estudios apuntan a que en términos de PIB el impacto sería considerable, pero no descomunal —entre un 0,5% y un 3% en Alemania, motor económico europeo muy dependiente de la energía rusa, según un grupo de economistas—. Sin embargo, cabe evidenciar que es un terreno de pronóstico resbaladizo, y el Ejecutivo de Berlín teme que el colapso sería mucho más significativo. Encontrar alternativas es relativamente viable en el sector del carbón y el petróleo, pero sumamente difícil para cantidades elevadas en el gas. Y, sobre todo, debe tenerse muy en cuenta el efecto potencial del corte abrupto sobre otro elemento clave: una inflación ya desbocada en Europa.

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Este es un argumento fundamental. Grandes capas de las sociedades europeas afrontan desde la fragilidad una brusca pérdida de poder adquisitivo. Un corte abrupto de las importaciones energéticas de Rusia provocaría no solo una contracción de la actividad económica —con consiguientes pérdidas de empleo— sino, probablemente, también una subida de las tarifas energéticas a las que tan sensibles son tantos ciudadanos.

El aumento del coste de la vida que ya angustia a muchos europeos se ha convertido en un eje central de la campaña de Marine Le Pen para las presidenciales en Francia. A lomo de ese caballo —oponiéndose explícitamente a un embargo que, dice, multiplicaría por 4, 5 o 6 las facturas de los franceses— está volando en las encuestas. El índice de precios alimentarios de la FAO marcó una subida del 34% en marzo con respecto al año anterior, según datos conocidos ayer.

Otros populistas pueden aprovechar la coyuntura como está haciendo ella. En el dilema de qué hacer con Rusia, pues, hay que tener en cuenta el riesgo de, mientras se intenta defender los valores democráticos y el derecho internacional, provocar resacas que den alas a opciones radicales en nuestras propias democracias.

La UE está optando por un proceso gradual que, aunque no produce una asfixia súbita a Moscú, es probablemente el más sensato, por varias razones.

Por un lado, porque incluso en el caso de corte abrupto es más que dudoso de que Putin renunciaría en el corto plazo a su agresión. Por otro, porque se amortigua ese inquietante efecto económico, social y político en Europa. Pero si el bloqueo total e inmediato es una opción con rasgos muy problemáticos, el proceso incremental debe ser rápido, con un calendario claro y acompañado de medidas complementarias contundentes. Esa es la zona de consenso creíble, y a cambio de obtener un proceso gradual, Alemania debe aceptar plazos más rápidos de lo que ha contemplado hasta ahora.

Esta semana, en la quinta ronda de sanciones contra Rusia, la UE ha decidido establecer un embargo a las importaciones de carbón ruso, con un periodo de transición, por el que será efectivo en la segunda semana de agosto. Es un paso en la dirección correcta, pero de limitada importancia —valor estimado de 5.500 millones anuales entre carbón y otros productos menores incluidos en la ronda: pesan mucho más el petróleo y el gas— y hubiese sido mejor con una transición inferior como proponía la Comisión y rechazó Alemania. A partir de ahí, es preciso diseñar una rápida, aunque no abrupta, estrategia de desconexión de la compra de crudo ruso. El petróleo es más fungible que el gas y es, por tanto, el siguiente sector. Deberían fijarse con rapidez y acción conjunta objetivos claros de reducción de compras. Llegar a cero en cuestión de meses es quizá un salto al vacío, pero sí se puede infligir problemas a Rusia con una constante y progresiva reducción. En paralelo, hay que diseñar y financiar a escala europea una estrategia de desconexión del gas ruso, considerando todo el espectro de medidas, desde el impulso a construcción de plantas regasificadoras a interconexiones internas al mercado europeo, la negociación conjunta —no por separado— con proveedores alternativos, el establecimiento de impuestos desincentivantes y, por supuesto, un acelerón enorme en renovables.

En un contexto más amplio, es esencial mantener un consistente flujo de armamento a Ucrania —y entrenar a sus soldados para posibles usos de sistemas occidentales ante la relativa escasez de material de corte soviético que las tropas ucranias saben manejar— para reducir la disposición rusa al ataque, congelarla, haciendo elevadísimo su coste sobre el terreno; y es necesario diseñar un plan de atenuación a escala europea de los efectos colaterales de las circunstancias actuales, que esta vez tendrá que tener en cuenta que Alemania y países del Este están entre los más afectados por la coyuntura. Pero otros también sufrirán, y por eso es precisa acción común como con la pandemia. La inflación es uno de los peores demonios. El malestar social puede parir tremendas turbulencias políticas. Conviene que, mientras se intenta neutralizar un problema monstruoso, no acabemos dando alas a aventuras inquietantes en nuestras filas.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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