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tribuna
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Los fenicios en la Unión Europea

Los mercaderes no han perdido su mala prensa en el mundo moderno. Sin embargo, el gran éxito de la UE ha consistido, precisamente, en crear un mercado común y sobre él desarrollar políticas comunes y solidaridades de hecho

Contenedores en el Puerto de Algeciras, Cádiz
Contenedores en el puerto de Algeciras (Cádiz) en una fotografía de abril de 2017.Marcos Moreno
Agustín Ruiz Robledo

La execrable invasión de Ucrania ha puesto de relieve, entre otras muchas cosas, algunas carencias de la Unión Europea, empezando por una eficaz política de defensa común. Pero también ha resaltado la importancia de las relaciones económicas, que en este momento de crisis se pueden usar como una eficaz arma de guerra. Y esto nos lleva a hablar de una actividad históricamente menospreciada: el comercio. Así, si uno tiene la oportunidad de visitar el excelente Museo Arqueológico de Medina Sidonia se podrá hacer una idea aproximada de cómo era la vida en la civilizada ciudad romana de Assido-Caesarina, con sólidas casas, espléndidas calzadas, eficaces cloacas y hasta juegos para niños en sus aceras. También hay algunas referencias al posible origen fenicio de la ciudad, que se habría llamado Sidón. En especial, destaca un texto del erudito local Francisco Martínez Delgado, que a finales del siglo XVIII explicó las malévolas artes que los fenicios empleaban con los indígenas: “La santidad ponderada del sitio, el vestido de sus sacerdotes, la majestad de las ceremonias, y el aparato todo del templo, embelesarían su atención, conquistarían su respeto, excitarían su devoción, y, a cambio de hacerse virtuosos, se dejarían dominar como siervos”. Así que el visitante sale del museo con la impresión de que los romanos nos trajeron la civilización, mientras que los fenicios lo único que hicieron fue explotarnos astutamente.

Esa visión positiva de los romanos y negativa de los fenicios es la visión tradicional española desde que Plutarco los definiera como “un pueblo descortés y lleno de rencor, sumiso a los dominadores, tiránico con los que domina, feroz cuando es provocado, firme en sus propósitos y tan estricto como contrario a todo humor y gentileza”. Seguramente hay varias razones para ello, incluyendo cierto antisemitismo difuso, pero me parece que la principal es la baja consideración que los romanos tenían del comercio y los comerciantes, prejuicio que en buena medida pasó a nuestra cultura cristiana, con la historia de Jesús expulsando a los mercaderes del Templo, contada miles de veces. Otras muchas situaciones en la historia y en la literatura dan buena prueba de nuestro repudio al comercio, comenzando por el fuerte sentido peyorativo del adjetivo “fenicio” en castellano, que de alguna forma heredaron los comerciantes genoveses y venecianos en la Edad Moderna y los catalanes, en la contemporánea. Nuestros héroes tradicionales son conquistadores, desde Alejandro Magno hasta Napoleón, pasando por El Cid y Hernán Cortés. Si recordamos a Marco Polo, es más por las historias que nos cuenta de China y el Gran Khan en El millón que porque este fuera un verdadero manual de comercio internacional, básico para el restablecimiento de la Ruta de la Seda, una vía de relación pacífica entre las grandes civilizaciones euroasiáticas. Antonio Escohotado, cuya marcha ya añoramos, ha recogido todos estos precedentes en su trilogía Los enemigos del comercio.

Aunque no tienen la épica de la Ilíada ni la de los caballeros andantes, no cabe duda de que el comercio es un elemento de civilización moralmente muy superior a la conquista y colonización, porque respeta al pueblo menos desarrollado y porque se basa en la libertad: solo comercian aquellos que quieren hacerlo. Es más, las dos partes salen beneficiadas de ese intercambio, en contra de un tópico muy arraigado, tanto que, como san Mateo, todavía hay quien cree que las tiendas son “cuevas de ladrones”. Fenicia, Venecia, Génova, Ragusa, la Liga Hanseática, Holanda, talasocracias más basadas en el comercio que en el ejército, son sin duda modelos moralmente superiores a los imperios militares. Sin embargo, los mercaderes no han perdido su mala prensa en el mundo moderno, como demuestra lo habitual que es achacar a la “Europa de los mercaderes” aquellas decisiones de la Unión que no se comparten. La versión más elegante y refinada de esa animadversión al comercio es la apócrifa atribución a Jean Monnet de la frase “si tuviera que comenzar de nuevo la construcción de Europa lo haría por la cultura” —una vez demostrada su falsedad, los recalcitrantes añaden: pero podría haberla dicho—.

Sin embargo, el gran éxito de la Unión Europea ha consistido, precisamente, en crear un mercado común y sobre él ir desarrollando políticas comunes y solidaridades de hecho. En estos difíciles tiempos, los europeístas estamos expectantes por la posibilidad de que se ponga en marcha el embrión de un ejército europeo y nos acerquemos aún más a los Estados Unidos de Europa que desde Víctor Hugo llevan imaginando algunos visionarios. Pero en ese gran objetivo no debemos olvidar los pequeños pasos comerciales, que terminan cristalizando en grandes éxitos sociales. Por eso, espero con la misma ilusión que en 2022 por fin termine el proceso de ratificación del Acuerdo de Libre Comercio UE-Mercosur firmado en junio de 2019 (tras más de dos décadas de negociación), pero que parece tan perdido como el templo de Heracles Melqart en Cádiz. Ojalá que se confirme el hallazgo de este templo en la bahía gaditana y el dios fenicio de la navegación y el comercio ayude a ratificar el acuerdo que tan beneficioso puede ser para Sudamérica y Europa.

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