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Columna
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Los delitos son iguales, los cometa un aristócrata, un rey comisionista o una medianía. Lo grave es el modo en que hemos bendecido un modo de hacerse rico enormemente dañino para la sociedad y avalado por manuales y escuelas muy formales

Luis Medina Abascal, en Sotogrande el pasado agosto.
Luis Medina Abascal, en Sotogrande el pasado agosto.KMJ (GTRES)
David Trueba

Aún resuena en mis oídos la carcajada del intermediario en la fabricación de un DVD cuando discutíamos la edición de una película en ese formato. Al decirme que el trabajo lo encargaría en una fábrica remota de China, le dije que, aunque costara algo más de dinero, me parecía más decente seguir trabajando con los proveedores que quedaban en España. Su carcajada fue tenebrosa. “¿Más decente?”, me preguntó con ironía. Estamos hablando de dinero, no de moral, concluyó. Fue una de las pistas que me indicaron que yo había perdido definitivamente el rumbo del mundo, que estaba caducado. Por cierto, el DVD se fabricó en Calatayud, pero quizá el tipo aquel tenía razón, porque el propio formato está casi finiquitado y, por lo que me cuentan algunos amigos que estrenan películas, hasta el propio cine tal y como lo entendíamos, puede estar a punto de echar el cierre. Todos hemos asistido al proceso por el que se clausuraban negocios artesanales por la competencia brutal de lo barato y serial. Los elementos de usar y tirar invadieron los espacios que antes ocupaban objetos duraderos y delicados. Guardo en mi memoria a un vendedor fantástico de cochecitos de bebé que, subiéndose de rodillas al modelo que nos enseñaba, nos aseguró con convicción que aquella era una sillita para toda la vida. Me imaginé al bebé usándola con 80 años.

Europa fue perdiendo el orgullo del trabajo bien hecho y el resto de la historia lo conocemos todos. Incluso el descontento que transmiten las votaciones en Francia revela los males causados por la globalización, pero pocos hablan del daño autoinfligido que las democracias se propinaron a sí mismas convertidas en clientes cautivos de dictaduras. Nosotros mismos no podíamos competir con la velocidad, la disposición y el coste de la baratura. De tanto comprar cosas hechas por personas malpagadas nuestros salarios se desplomaron, porque entonces aún no entendíamos que la vida es un dominó. En los últimos días hemos asistido a la tremenda indignación que han causado las compras de objetos de lujo por dos comisionistas que se hicieron ricos con las mascarillas durante el fragor de la pandemia. Todos sabemos que los comisionistas de intermediación son un mal inevitable cuando el ejercicio de compra y venta no se hace entre cercanos. Los agricultores hace poco se manifestaron contra el Gobierno cuando en realidad deberían manifestarse contra los compradores, que ignoran a conciencia la cadena de comercialización que ha empobrecido a los productores en origen.

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Sorprende el modo tan distinto con que se ha tratado a los comisionistas pijos de actualidad por su chanchullo millonario con el Ayuntamiento de Madrid. Hace poco hemos sabido de otro comisionista que se ha llevado un pastón que a muchas familias les solucionaría la década y nadie ha dado con él, con su foto, con su casa, ni se le ha perseguido para que ofrezca explicaciones. Vamos, ni siquiera le han podido entregar la citación para acudir a una comisión de investigación del Ayuntamiento; por cierto, comisión a la que no se presentan ni los trabajadores a sueldo del Ayuntamiento. No se equivoquen, los delitos son iguales, los cometa un aristócrata, un rey comisionista o una medianía. Lo grave es el modo en que hemos bendecido un modo de hacerse rico que resulta enormemente dañino para la sociedad y viene avalado por manuales y escuelas muy formales. Tiene sentido cuando el Dinero es Dios.

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