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tribuna
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Sin ley del mar

En los últimos años se ha producido una enorme regresión sobre la obligación de socorrer a las personas que se encuentran en embarcaciones en apuros. Un imperativo profundamente anclado en la conciencia de los hombres

Un buque de Salvamento Marítimo llega a Canarias con 34 personas rescatadas.
Un buque de Salvamento Marítimo llega a Canarias con 34 personas rescatadas.Elvira Urquijo A. (EFE)
Víctor Gómez Pin

El 13 de diciembre de 2013, publiqué en este mismo diario una tribuna bajo el título Dignidad y deshonor. El motivo era el juicio días atrás en un tribunal de Paris a oficiales franceses de una misión naval internacional (de la que formaba parte la fragata española Méndez Nuñez), llamada a paliar las consecuencias del conflicto en Libia. Los jueces elucidaban si los oficiales habían infringido un artículo esencial de la Organización Marítima Internacional que insta a “acudir a toda máquina en ayuda, cuando se reciba información de naufragio de la fuente que sea”. El nombre Unified Protector de la misión hacía aun más ignominiosa la posibilidad de que se hubiera abandonado a su suerte una barca a la deriva. La insinuación por parte de los demandantes de que el origen étnico de los náufragos habría podido determinar la indiferencia de los encausados, constituía obviamente una puesta en tela de juicio de su honorabilidad. De ahí la satisfacción moral que debió suponer para ellos el archivo (no sin polémica) de la causa.

La razón de volver sobre este tema es la enorme regresión que al respecto ha tenido lugar en estos años. Desde luego es imprescindible no hacer amalgama. Concretamente en España, el Servicio de Salvamento Marítimo ha rescatado a centenares de potenciales ahogados, desde las costas canarias hasta Baleares. Sin embargo, la violación de la ley del mar, que en 1913 aun era indignante noticia, hoy simplemente es un hecho trivial por cotidiano, y toda referencia al honor de los responsables suena simplemente a anacronismo. Me limito a casos recientes.

En la noche del pasado 23 de noviembre, una lancha con 33 personas parte de Dunkerke y rápidamente hace aguas. La crónica (desgraciadamente creíble) del periódico La Voix du Nord era estremecedora: tras la respuesta francesa a sus mensajes diciendo que están ya en aguas británicas, los desesperados pasajeros se dirigen a los responsables marítimos británicos, quienes habrían respondido que era un asunto de Francia. Al menos 27 personas fallecieron.

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En ocasiones no se incumple directamente el deber de socorro, sino que se evita que haya lugar al mismo. Así en abril de 2021, tras un trágico naufragio en aguas del Mediterráneo central, la organización francesa SOS Méditerranée denunció la escandalosa ausencia de fuerzas estatales de país alguno, sugiriendo que podría haber voluntaria inhibición por parte de centro de coordinación de alertas de Roma, que ni siquiera había dado la alarma. A veces la tragedia es consecuencia de algo que va más allá del incumplimiento del deber de auxilio. El 4 de junio de 2020, guardias costeras de Turquía y Grecia reciben una llamada de emergencia de la organización Alarm Phone, dando cuenta de que un frágil bote se halla en aguas griegas. Cabría esperar un navío de rescate, que remolcara la barca o recogiera a los pasajeros. Lo que llega es un grupo enmascarado que inutiliza el motor del bote para evitar que se acerque a la costa.

Sabido es que ante la pasividad de los guardacostas gubernamentales, a menudo son organizaciones privadas las que proceden a un rescate, pero su acción se ve dificultada por prohibición de desembarcar. Así ocurrió en Catania en marzo de 2018. Sin duda, dadas las dificultades de los países de acogida, no cabe usar guantes blancos a la hora de gestionar algo tan tremendo como es el flujo de embarcaciones con tripulantes que huyen de la indigencia, la guerra, la intolerancia o todo junto. Pero ello no obliga a tener las manos excesivamente sucias. Es simplemente escandaloso que las trabas por parte de ciertos Estados hagan que un simple pesquero que responde a la ley del mar, auxiliando a víctimas de naufragio, pueda verse acusado de complicidad con la inmigración ilegal.

Por desgracia para la causa de la dignidad intrínseca de todos los seres humanos, no se dan hoy las condiciones sociales que permiten atender a normas no escritas que son inherentes a la idea misma de civilización. Pues la ley escrita de la Organización Marítima Internacional no hace más que recoger un imperativo profundamente anclado en la conciencia de los hombres. Y los grandes de la literatura universal se han hecho eco de lo ignominioso de la violación de tal imperativo. En la trágica narración Moby Dick hay un momento tremendo. No dispuesto a perder un segundo en su obsesión por perseguir a Moby Dick, el protagonista, Ahab, desoye el ruego del capitán de otra nave para que le ayude en busca de náufragos, entre los que cuenta su propio hijo. La respuesta es casi insoportable para el lector, que hasta entonces ha seguido con empatía el desgarrado desvarío de Ahab: “Debo seguir mi camino Capitán Gardiner, Dios le bendiga, y a mi Dios me perdone”.

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