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columna
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No a la guerra

La reivindicación de unos ciudadanos que exigen que no se cometan atrocidades en su nombre es hoy, bajo las bombas contra civiles, aún más decente si cabe

Guerra Ucrania
Víctimas de la guerra son enterradas en una fosa común de la ciudad ucrania de Mariupol.Evgeniy Maloletka (AP)
David Trueba

Cuando algunos miembros significados de la izquierda recuperaron el lema del No a la guerra para referirse a la invasión de Ucrania cometieron un error. Prestos, algunos en la derecha corrieron a desacreditar el viejo lema, efectivamente inválido en la matanza de civiles que está cometiendo la Rusia de Putin. Pero desacreditar el No a la guerra aspira a salvar la cara de quienes propiciaron la invasión de Irak. Y de este tira y afloja, oportunista y poco elaborado, podría salir herida una reivindicación noble. Más aún en un periodo plomizo de la historia en el que vamos a entrar en un rearme que retrasará el desarrollo científico, social y ecológico frente a los desafíos del futuro. Y aunque ahora están demasiado presentes las tertulias donde se comentan las bondades del armamento conviene no precipitarse y correr a la apertura del mercado. La guerra de Ucrania tiene otro parecido triste con la guerra civil española, pues aquí también se tiene la percepción de que las potencias militares mundiales han decidido liquidar munición almacenada, probar armamento nuevo y sacrificar conejillos de indias.

Por eso aquel No a la guerra es hoy más pertinente que nunca. Aunque solo sea por razones de justicia histórica. Cuando se gritaba en las grandes manifestaciones contra la invasión de Irak se hacía para reivindicar una unidad entre las democracias, algo que si hoy se alcanza es gracias al resultado de aquellas protestas. De hecho, en el lado ruso se justifica esta guerra también como preventiva. A ver si solo algunos van a tener el derecho a la unilateralidad y a inventarle armas de destrucción masivas a quien más les convenga. Aquella guerra declarada con mentiras, que no trajo soluciones al territorio, destrozó para el tiempo que ha venido después un rito de consenso, desbarató el papel garante de la ONU con la exhibición de falsedades documentales y afectó a la autoestima de las democracias occidentales condenándolas a un papel patético como el que adoptamos en la salida de Afganistán o frente a las matanzas sirias con armas químicas, donde el propio presidente Obama se guardó de intervenir por el eco aún resonante del dañino Gobierno que le precedió. En aquella parálisis, el papel de potencia internacional lo asumió Rusia y eso le dio espíritu para emprender la carnicería en Ucrania. El resultado fue una población siria masacrada, anónima y a la que nadie recibió con cortesía de refugiado en ningún lugar del mundo.

El No a la guerra sigue vigente y no solo como una ensoñación pacifista. Todos los que salieron a la calle para evitar un ataque bajo excusas fabricadas por sus gobiernos quisieran encontrar ahora ese reflejo en la ciudadanía rusa ante las matanzas que ordena a diario su presidente bajo parecidas coartadas. Ese No a la guerra no contenía la ingenuidad de pensar que ya no habría más conflictos bélicos y que habría que defenderse en ellos, sino que era y sigue siendo una llamada a la dignidad de los países libres frente a los autoritarismos. La reivindicación de unos ciudadanos que exigen que no se cometan atrocidades en su nombre es hoy, bajo las bombas contra civiles, aún más decente si cabe. No corran a degradar el No a la guerra porque es el grito que desearíamos empezar a escuchar en cada plaza, de Moscú a Kaliningrado, pues retrata a una ciudadanía informada y, por tanto, libre.

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