La memoria europea ante el reto de Ucrania
Las actuaciones de Zelenski han puesto en evidencia que la libertad no sale gratis y que los ciudadanos de los países democráticos tienen que estar dispuestos a perderlo todo para no perderla
La memoria europea ha estado dramáticamente presente en los recientes discursos del presidente ucranio, Volodímir Zelenski, a los parlamentarios europeos, británicos, norteamericanos, alemanes e israelíes. En esas ocasiones, para convencer a sus audiencias de la urgencia de un respaldo más amplio y más comprometido hacia su país por parte de “los países civilizados”, Zelenski hubiera podido simplemente invocar los ideales civiles de Occidente y relacionarlos con la lucha de su pueblo en defensa de la libertad, la democracia, el respeto de la ley y la dignidad humana y en la aspiración de su gente a la igualdad entre las naciones europeas. Zelenski, sin embargo, ha ido mucho más allá de unas simples referencias abstractas a esos principios y las ha conectado con la memoria histórica del Holocausto y de las luchas en suelo europeo en contra del nazi-fascismo.
Las actuaciones de Zelenski y del pueblo ucranio han puesto en evidencia de manera muy concreta, por primera vez desde la II Guerra Mundial, algo que las sociedades europeas parecían haber olvidado. Que la libertad no sale gratis y que los ciudadanos de los países democráticos, paradójicamente, tienen que estar dispuestos a perderlo todo para no perderla.
En otras palabras, Ucrania les está recordando a los europeos que sus compromisos civiles son sostenibles solo en presencia de pasiones que habían quedado durmientes en la conciencia europea y que hace 80 años sostuvieron la resistencia en contra del nazi-fascismo: el amor incondicional por la libertad, la audacia de traducirlo en acción y el coraje de llevar esa acción a sus últimas consecuencias. En definitiva, una temeridad desafiante ante el opresor, en la que se rehúsa ceder incluso ante la muerte.
El despertar de dichas pasiones, a su vez, está permitiendo una movilización aún más amplia y al mismo tiempo más auténtica del repertorio mnemónico de la lucha contra el fascismo, reforzando así de vuelta el reconocimiento de ese lazo inextricable entre compromisos civiles robustos y ciertas pasiones. Bella ciao, la canción popular italiana que fue adoptada como himno de la resistencia antifascista, ha empezado a cantarse con relación al invasor ruso. Igualmente, tanto los disidentes anti-Putin en Rusia como los combatientes ucranios en las barricadas de Kiev o Mikolaiv han empezado a emplear el lema “No Pasarán”. Y no se nos escapa la ironía de que tanto unos como otros conocen la canción y el lema empleado por la República española en el asedio de Madrid porque fueron educados en el antifascismo oficial de la Unión Soviética.
Este momento casi epifánico en la consciencia europea está obligando también a repensar la memoria pública del Holocausto. En las sociedades occidentales el recuerdo del genocidio perpetrado por la Alemania nazi se extendió más allá de los colectivos inmediatamente afectados. En el siglo XXI el Holocausto pasó a conformar una suerte de memoria cívica y desparticularizada, cuyo recuerdo se invoca en la defensa de valores democráticos, los derechos humanos, la diversidad o la tolerancia y el pluralismo político. En museos, memoriales y ceremonias conmemorativas, como las que se celebran cada 27 de enero con un acto de Estado en más de 44 países, los crímenes del nazismo se han presentado como la expresión paradigmática del mal que choca contra estos valores y principios.
Ahora bien, el modelo europeo occidental de recuerdo del Holocausto encontró resistencias y recelos en los Estados que sufrieron la represión soviética durante y después de la II Guerra Mundial. Allí, de hecho, desde las repúblicas bálticas a Ucrania, el Holocausto tuvo que “competir” con las políticas oficiales de memoria de los crímenes estalinistas (crímenes que, en ocasiones, se perpetraron contra quienes toleraron, simpatizaron e incluso colaboraron con el régimen nazi, por ejemplo, miembros de la Organización de Nacionalistas Ucranios). En consecuencia, la pujanza de la memoria anticomunista terminó por abrir un flanco crítico con esta cultura occidental del Holocausto, en la medida que esta ignoraba los crímenes de la ocupación soviética.
Pero el escenario que se abre tras la invasión rusa de Ucrania está contribuyendo a disolver este conflicto de memorias, realineando las narrativas sobre el pasado de la guerra mundial y el régimen soviético. Más precisamente, los occidentales —fundamentalmente la izquierda— se está viendo en la necesidad de revisar críticamente sus inercias identitarias como, por ejemplo, el haber leído en el recuerdo público de los crímenes soviéticos solamente un elemento del discurso reaccionario apropiado y desplegado por los conservadores locales en contextos nacionales. En la medida que la UE ahora define a Rusia como una amenaza directa y a largo plazo para su seguridad, aquello que los occidentales habían visto como una hipérbole insostenible —la equiparación entre el imperialismo nazi y el soviético/ruso— ha dejado de ser un elemento del discurso exclusivo de quienes sufrieron a los segundos.
Al mismo tiempo, está también quedando claro que las narrativas y los rituales de la memoria ya no pueden tornarse huecos y estériles ante unas amenazas reales ni pueden quedarse en una autocomplacencia cómplice. A la luz del redespertar de las pasiones políticas que posibilitaron la resistencia antifascista en Europa y al reconocer su papel indispensable para la preservación de nuestras comunidades civiles, hoy el llamado al “Nunca Más” conlleva un compromiso firme con la acción y una disponibilidad al sacrificio.
En el contexto de la guerra de Ucrania, las naciones de Europa occidental se han visto obligadas a mirarse en el espejo, y quedan hoy interpeladas con respecto al grado de su compromiso real con sus propios valores civiles. Especialmente porque se ven superadas en esta ocasión por el pueblo ucranio y otras sociedades de Europa oriental. Estas sociedades, que han disfrutado apenas tres décadas de libertad y vida democrática —y están en primera línea de la ofensiva rusa—, les están mostrando a los europeos occidentales que pueden interpretar esos valores de manera más auténtica que ellos mismos.
Hay quienes consideran que las pasiones civiles que sostuvieron la resistencia antifascista podrían llevar a pagar un precio demasiado alto y por ende injustificable para la defensa de la democracia. Si prevalecen ellos en la opinión pública europea, no será posible mantener nuestras sociedades abiertas frente a amenazas externas por parte de líderes autoritarios que busquen someterlas. Si, en cambio, prevalecen quienes entienden que las sociedades democráticas europeas pueden sobrevivir solo si la llama de esas pasiones civiles queda encendida en cada generación, entonces nuestras democracias mantendrán su firmeza y capacidad de disuasión frente a esas amenazas.
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