La democracia no puede agonizar en las urnas
En Colombia, explotan bombas políticas disparadas desde diferentes frentes que mantienen a nuestra débil democracia al borde del colapso
Cuando el mundo occidental defiende la democracia ante el inclemente bombardeo de Rusia a Ucrania, que mantiene en vilo a la humanidad por el peligro del inicio de la tercera guerra mundial, en Colombia explotan bombas políticas disparadas desde diferentes frentes que mantienen a nuestra débil democracia al borde del colapso, precisamente en la antesala de las elecciones presidenciales más marcadas por el extremismo y la radicalización.
El país atraviesa días aciagos por cuenta de la erosión de un valor que era su gran capital democrático: la legitimidad de su sistema electoral, expresado en el respeto de las reglas de juego y el acatamiento de sus decisiones. La máxima autoridad administrativa electoral, el registrador nacional del estado civil, ha solicitado recontar la totalidad de los votos emitidos para elegir el Senado de la República, con el propósito de establecer la verdad electoral, aunque luego dio marcha atrás.
Tal petición no cuenta con asidero legal, no tiene antecedentes, se hace sin competencia y desconoce el dictamen de las autoridades electorales, que son los jurados de votación y las comisiones escrutadoras, a quienes ha correspondido por ley identificar dicha verdad. Sería como regresar a cero el trabajo realizado hasta hoy, para un borrón y cuenta nueva con un complejo procedimiento sacado de la manga, casi inejecutable desde el punto de vista logístico.
Hay dos reglas indicativas del inicio del proceso de desmantelamiento de una democracia, como lo ha señalado Steve Levitsky: el irrespeto de las reglas de juego democrático y la negación de la legitimidad del adversario, convertido en enemigo a muerte. Para no hablar del desconocimiento de la independencia de los jueces y la autonomía de los órganos de control. Colombia no puede darse el preocupante lujo de defender su democracia descuartizando sus propias instituciones en la mitad de la campaña electoral más pugnaz que hemos vivido en los últimos tiempos.
Escuchar la propuesta inicial del registrador sería un suicidio colectivo. Una jugada que nos saldría bastante cara y de la que nos arrepentiríamos por décadas. Aceptarla sería iniciar un camino mucho más trágico que profundizaría la polarización y abriría nuevos ciclos de violencia. En los años 60, precisamente, muchos escogieron la vía armada con el argumento de que era imposible lograr cambios por la vía democrática. ¿Si no es por las urnas cómo garantizar que Colombia consolide su democracia?
El registrador ha feriado su credibilidad. Señaló, en primera instancia, que no había fraude posible en el proceso, porque las comisiones escrutadoras territoriales corregirían ya las inconformidades en la tramitación de unos formularios -los E14- respecto de los tarjetones efectivamente sufragados; pero luego, paradójicamente, indicó que el único camino a seguir era recontar la totalidad de los votos, poniendo en entredicho las decisiones adoptadas por los más de 5.000 escrutadores, representados por jueces, como carentes de valor o viciadas de entrada.
Cualquier acto de un órgano electoral bajo ninguna circunstancia puede realizarse sin respeto al Estado de Derecho. El proceso electoral es reglado y su trámite se rige por normas que definen los procedimientos, sin espacio para la discrecionalidad. Esa es una conquista que no puede ignorarse, pues el cambio de las reglas de juego o la invención de nuevas instancias atenta contra la seguridad jurídica y la estabilidad democrática. Toda elección debe estar precedida de un marco regulatorio constitucional y legal que establezca de manera incontrastable esas reglas de juego. Es claro que ley no contempla un reconteo general, basado en aseveraciones genéricas, solicitado por una autoridad que carece de esa competencia – presidente o registrador- , cuando la justicia electoral ha adoptado decisiones en curso del escrutinio efectuado.
Corresponde al Consejo Nacional Electoral (CNE) consolidar y validar los escrutinios, revisar las reclamaciones concretas pendientes y acreditar la verdad electoral resultante del proceso, sin que proceda jurídicamente una actuación de reconteo general, a menos que exista una decisión judicial -no administrativa- que la ordene. Se trata, pues, de una inédita y peligrosa petición que, en lugar de favorecer la confianza ciudadana, abre una brecha insalvable en materia de legitimidad electoral. Una apuesta muy riesgosa de imprevisibles consecuencias para la legitimidad de un sistema electoral que hoy pasa su prueba de fuego en medio de una polarización tóxica que está dejando a Colombia más fracturada que nunca.
Porque auspiciar la polarización del país mediante fórmulas que no están previstas en las reglas de juego democrático representa un salto al vacío que deslegitima a la organización electoral y siembra dudas sobre su capacidad de responder al reto de una elección presidencial en ciernes. A nadie va a traer tranquilidad relativizar las normas electorales interpretándolas a la medida de los intereses de quienes ganen o pierdan.
Es hora de actuar con mesura cívica. Se demanda un liderazgo de las autoridades capaz de clarificar lo ocurrido y consolidar la institucionalidad más que a quienes están al frente de las instituciones, para no favorecer a quienes buscan exacerbar la desestabilización, como camino para triunfar o para evitar que otro gane. Bastante se han lesionado los frenos y contrapesos instaurados en la Constitución de 1991 como para abrir la puerta a mayor incertidumbre sobre la base del desplome del Estado de Derecho que tanto esfuerzo nos ha costado construir.
La democracia exige reconocer que cualquiera puede vencer en las urnas si respeta las reglas de juego del Estado de Derecho. Negar esa condición contradice su esencia y compromete la estabilidad de una sociedad que, por encima de sus dirigentes, da testimonio de convicción democrática. Tan importante como votar es confiar en las urnas. Debemos impedir la demolición de las instituciones y ello va más allá de la defensa retórica de las mismas, que incluye el reconocimiento de la victoria limpia del adversario en las urnas.
La herencia de un presidente a las nuevas generaciones es la tranquilidad como se transfiere el poder y la certeza de que su sucesor fue elegido con plenas garantías y absoluta transparencia. Si esa transición no se da de manera pacífica y quien gana no tiene la legitimidad plena, asistiremos a una nueva etapa de oscurantismo político que favorecerá a las fuerzas ilegales y a quienes hacen política con las armas. Es hora de grandeza, de pensar en el futuro y de permitir que la ecuanimidad actúe. No hacerlo será votar con los ojos vendados por un futuro de odio, tiranía y venganza. Sensatez, señores, es la democracia la que puede agonizar en nuestras propias manos.
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