Corregir en el desierto
Los lectores se quejan de que muchos de sus avisos sobre errores y erratas caen en saco roto
Escribir a un periódico para señalar un error, una errata o un incumplimiento de sus normas requiere un acto de voluntad que revela una implicación con el medio. Los lectores que se dirigen a EL PAÍS con tal fin muestran esa complicidad que los anima a participar en mejorar el contenido. Por supuesto, no esperan recompensa, pero sí que cada aviso se traduzca en una corrección o aparezca en Fe de errores cuando tienen razón. Les decepcionamos a menudo y nos lo echan en cara.
La queja se repite. La última, el pasado día 26, cuando el lector Gregorio García Herrero escribió para recordar que nos había advertido cinco días antes de que en una información asegurábamos que un inspector estadounidense de sanidad se había negado en México a emitir un certificado “de extradición” —en lugar de “exportación”— de aguacates. “Esperaba que mi correo sirviera para eliminar el error, pero no ha sido así”.
Algo similar ocurrió con otro fallo detectado por Manuel Alba, quien el pasado día 1 nos alertó de que en una crónica contábamos que Pablo Casado es diputado por Ávila, cuando realmente se presentó por Madrid.
En ambos casos se tardó casi una semana en hacer las correcciones. En otros, no se hacen nunca, a pesar de que todos esos avisos están a la vista no solo de los lectores, sino de toda la Redacción. Los errores denunciados al Defensor se publican en el canal El Defensor del Lector Contesta. Si son importantes, se reenvían los mensajes al firmante del texto aludido o a su sección. A veces, sin respuesta. Pocas denuncias pasan, como debieran, a Fe de errores.
El periódico debe aprovechar mejor esas colaboraciones espontáneas. El lector Julio Villanueva considera que, dado que los fallos no se corrigen “en un tiempo razonable”, debiéramos imitar a otros periódicos que, al final de cada texto, añaden la opción de reportar un error. “Sería sencillo y rápido”, dice, “corregir esos errores que se eternizan dañando a los ojos y al intelecto”. El periódico no ha considerado hasta ahora prioritaria esa opción, pero no la desecha en absoluto.
Los lectores también se mueven por otros territorios para defender mejoras, aunque con escaso éxito. Un clásico: que se cumpla la primera norma en la zona de comentarios: “Para comentar en EL PAÍS, el autor deberá identificarse con nombre y apellido”. Decenas de participantes, sin embargo, usan seudónimos que devalúan el foro con firmas como La Cabra Encadenada, Unsespected Van, Opino Deque, Vorgas Llasa, Panadería Bollería Pérez o Cromapons Cromapons.
Desde Santa Cruz de Tenerife, el lector Javier Díaz Malledo enarbola otra demanda convertida en batalla personal. No entiende que el periódico se deje colar cientos de Cartas a la Directora que incumplen la exigencia que aparece a diario en esa sección: “Los textos tienen que enviarse exclusivamente a EL PAÍS”. Díaz Malledo comunica cada mes más de una docena de cartas publicadas antes o después en otros diarios. Dice que es fácil encontrarlas en los buscadores. En enero y febrero detectó 38 ejemplos.
Pablo Osés, uno de los remitentes denunciado por Díaz Malledo, ha reconocido que cada carta que redacta la manda “a un puñado de periódicos”. Lo peor es que lo contó en un reportaje que le hizo EL PAÍS a raíz del éxito que tuvo el mes pasado con una carta difundida en este periódico, pero también, al menos, en La Opinión de Málaga, como descubrió Díaz Malledo, que está a punto de rendirse: “Si algún ingenuo cree que la norma (?) establecida ¡por el propio diario! está para algo y que debería cumplirse, lasciate ogni speranza, como decía el poeta”.
Resulta igualmente coherente con su prometida transparencia que el periódico informe públicamente cada vez que sufre problemas técnicos. Durante más de una semana del mes pasado, esos problemas impidieron los comentarios en los foros. Otra incidencia perturbó las vías de identificación de los suscriptores. La ausencia de explicaciones públicas originó críticas de lectores como Joan Colom, Roberto Barceló, Javi Dopazo o Jorge Cardoso. Esa falta de comunicación llevó a conclusiones falsas a algunos que, como Rubén M. Segal, pensaron que se habían suprimido los comentarios.
El periódico no puede fallar a sus lectores y especialmente a los que se implican más, esos que, como Puri Rodríguez, Roberto Aresti o Dolores Gauna, han llegado a ofrecerse como correctores gratuitos desde sus casas. Javier Fraile describía ese compromiso el mes pasado cuando avisó de un error —no corregido— y se despedía así: “Sin más ánimo que el de contribuir a mejorar la excelente calidad de la que habitualmente hace gala EL PAÍS, reciba un cordial saludo”. Pues eso.
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