Nadie es castellano y leonés a la vez
El uso del término “castellanoleonés” o las confusiones de gentilicios levantan quejas y pasiones
Las elecciones en Castilla y León han reactivado la inacabable polémica sobre cuáles son los gentilicios adecuados para los habitantes de esa autonomía, basada en los históricos reinos de Castilla y de León. La política contamina el idioma, pero la discusión se agrava en este caso porque la Real Academia Española (RAE) discrepa de los políticos. Los periódicos son víctimas de ese perenne debate. En ocasiones, por el contrario, lo recrudecen.
Cada mención en el diario a “Castilla” o a los “castellanos”, a secas, para aludir a esa comunidad o a sus habitantes provoca un brote de protestas. Con razón. La “y” indica esa suma de dos entidades diferentes. Ni los leoneses son castellanos ni estos son leoneses. El lector José María Redondo Vega se quejó el pasado día 13 por el titular La Castilla que no existe —se cambió en la web por La Castilla y León que no existe—, mientras Almudena Córdoba nos llama “incultos” por hablar a veces de “las dos Castillas” —en alusión a Castilla-La Mancha y Castilla y León—, “un error garrafal”, en palabras de Álvaro Rodríguez.
Hasta ahí, todo claro. Menos evidente resulta el gentilicio “castellanoleoneses”, que disgusta a muchísimos leoneses. Jesús García protestó el día 14: “Ya es muy cansino el tema. Los leoneses exigimos un respeto”. Y Redondo Vega: “Otro error que nos resulta muy molesto; hay castellanos y leoneses, pero no castellanoleoneses, que solo existen en las mentes de algunos políticos y periodistas”.
No es cierto. Existen en otros lugares muy respetables. Veamos. El primer Estatuto de Autonomía, aprobado en 1983, aludía a los ciudadanos de esa comunidad como “castellano-leoneses” (con guion). El actual, vigente desde 2007, modificó el criterio y optó por “castellanos y leoneses”, la fórmula políticamente correcta que suele utilizar el periódico porque no molesta a nadie.
Desde el punto de vista político, identitario o histórico, ahí se acabaría la discusión. No así, sin embargo, desde el punto de vista lingüístico. O administrativo. El Diccionario de la RAE valida el término “castellanoleonés” porque alude “de manera inequívoca” a “una entidad unitaria desde el punto de vista político-administrativo”, mientras que “castellanos y leoneses” podría entenderse como relativo a dos entidades diferentes, dos autonomías distintas, una de las cuales podría no ser Castilla y León, sino Castilla-La Mancha.
Muchos leoneses no aceptan tal explicación. El Ayuntamiento de la capital reclamó el año pasado a la RAE que elimine la acepción. Por el contrario, el Libro de estilo de EL PAÍS, que en estos casos se guía más por las autoridades lingüísticas que por los textos legales y políticos, acepta como correcto “castellanoleonés”, aunque recuerda que el Estatuto de Autonomía “prefiere” el “castellano y leonés”.
El de Castilla y León no es, ni mucho menos, el único caso que levanta pasiones sobre topónimos o gentilicios. El incorrecto uso de “Murcia” —nombre de la ciudad— como sinónimo de “Región de Murcia” —así se denomina oficialmente la comunidad autónoma— ha originado reiteradas protestas de Óscar de Jódar. “Agotan mi paciencia”, afirma.
Más duros han sido los comentarios de José Luis Lorenzo Ferrer, que ha enviado insistentes correos para alertar de que la ciudad de Valencia tiene aprobada como única grafía oficial la de “València”, con acento grave o inverso.
Se trata de un asunto más complejo. La lógica lingüística del Libro de estilo impone que, como principio general, “los nombres de capitales, islas y provincias españolas” se escriben en castellano. El problema ha surgido porque el Libro asume desde hace muchos años como excepciones Lleida y Girona. En ediciones posteriores, se amplió la lista a Ourense y A Coruña. Y en la última edición, hace un año, se sumaron Gipuzkoa y Bizkaia.
El Libro de estilo explica que tales singularidades se deben “a la tradición asentada” en esas tres autonomías (Cataluña, Galicia y País Vasco) que accedieron a la misma por una vía constitucional —el artículo 151— más rápida que la mayoría de las comunidades. No le vale el extraño argumento —en este caso más político que lingüístico— a Lorenzo Ferrer. “O cambian la norma o se la aplican a todos”, espeta el lector con esa tesis difícil, si no imposible, de rebatir.
Los estatutos de autonomía se modifican, los diccionarios de la RAE cambian y el Libro de estilo se actualiza en cada edición. Está en vigor la vigesimotercera. Confiamos en que haya más y mejores, pero siempre serán ese contrato con los lectores, esa pequeña Constitución con reglas transparentes que nos comprometemos a cumplir sabiendo que resulta imposible convencer a todos en cada momento. En eso no somos una excepción.
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