Identidad
La última vez que renové mi DNI descubrí que para el Estado el pueblo en el que nací, hundido bajo un pantano, no existe ya oficialmente, por lo que me han asignado otro
Me escribe la defensora del lector de este periódico para pedirme mi opinión sobre un asunto del que le han hecho tomar conciencia las numerosas cartas recibidas de leoneses molestos porque reiteradamente EL PAÍS confunda su identidad. La pregunta de la defensora del lector es muy simple: ¿los leoneses sois castellanos?
La respuesta es tan simple como la pregunta, pero precisamente por ello me llevó varias líneas exponerla. ¿Cómo respondería un gallego al que le preguntan si es asturiano o un valenciano que si es catalán?, me planteo mientras me extiendo con argumentos históricos que, al final, me dejan la sensación de estar demostrando algo que es imposible probar por obvio: que los de León somos leoneses de la misma manera que los de Burgos son castellanos.
¿De dónde viene entonces que en el caso de León, me pregunto al mismo tiempo mientras contesto a la defensora, la demostración de la identidad corra de parte de los afectados y no ocurra así en ningún otro supuesto? La respuesta también es muy sencilla y tiene que ver con la incultura que en materia de geografía e historia asola a los españoles (nadie recuerda ya que hasta hace solo tres décadas León era una región como Andalucía y muy poca gente sabe que León y Castilla la Vieja fueron unidas en una única autonomía por decisión de los partidos políticos, no por la voluntad de sus habitantes, a los que nadie les preguntó su opinión), pero también con la propaganda política que, quiérase o no, por más que sea muy burda (basta mirar los libros de texto, teledirigidos por cada Gobierno autónomo), acaba calando en la población hasta el extremo de repetir invenciones como que Castilla y León es una unidad (no hay más que ver la y que lleva en el medio) o que el País Vasco existía ya antes que España.
Malos tiempos son estos en los que hay que demostrar lo evidente, decía Dürrenmatt, afirmación que Ortega y Gasset atribuyó también a los suyos cuando escribió que el esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Es lo que me pasa a mí después de años de verme en la obligación de tener que demostrar mi identidad, sea lo que sea esta, que diría Millás. Y no solo respecto de mi condición leonesa. La última vez que renové mi DNI descubrí también que para el Estado el pueblo en el que nací, hundido bajo un pantano, no existe ya oficialmente, por lo que me han asignado otro. Por la misma razón propuse que me cambiaran también de padres, puesto que los míos también desaparecieron, pero la funcionaria se molestó conmigo.
¡Apatría, dulce ilusión!
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