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Tribuna
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España, potencia media en Ucrania

Las declaraciones firmes sobre la soberanía e integridad territorial del país del este y el despliegue militar en el Báltico, Rumania o el mar Negro han resultado audaces para los estándares nacionales y especialmente meritorios porque el presidente del Gobierno ha evitado la tentación del perfil bajo

La titular de Defensa, Margarita Robles, durante una visita a finales de diciembre a los militares españoles desplegados en Letonia, en una imagen de su ministerio.
Ignacio Molina

En los estudios de política exterior se conoce como potencia media un tipo especial de actor estatal cuya influencia en los asuntos internacionales no resulta fácil determinar. A diferencia de otras categorías donde la fuerza disponible y las prioridades resultan más obvias —como ocurre con las superpotencias, los líderes regionales, los emergentes o incluso los Estados pequeños—, los poderes intermedios no tienen claros los límites en los que se mueve su jerarquía, aunque una conducta fiable y consistente puede multiplicar sus capacidades, por encima del peso que objetivamente les corresponde por tamaño económico, fuerza militar o poder blando. Resulta significativo recordar que la primera plasmación paradigmática de una potencia media moderna se produjo a mitad del siglo XIX, justo en el mismo teatro de operaciones donde hoy se dirime la arquitectura de seguridad del continente. Cuando el entonces pequeño reino de Cerdeña decidió participar junto a los grandes imperios francés y británico en la guerra de Crimea contra Rusia apostó. Y ganó. El conde de Cavour se aseguró tener voz en el diseño posterior de la paz y muy poco después la recién nacida Italia era bienvenida al concierto de las grandes naciones europeas.

Los símiles históricos tienen obvias limitaciones, pero, más allá de confirmar que la agresividad del Kremlin no supone nihil novum sub sole, también pueden servirnos para ilustrar la actual apuesta española por ascender en las ligas de la geopolítica europea. La percepción generalizada entre los miembros de la OTAN y de la UE es que nuestra diplomacia ha querido desempeñar responsabilidades de potencia media en esta crisis tan trascendental. Las declaraciones firmes sobre la soberanía e integridad territorial de Ucrania y las decisiones de despliegue militar en los países bálticos, Rumania o el mar Negro han resultado audaces para los estándares españoles y especialmente meritorios porque el presidente del Gobierno (esta vez, felizmente acompañado del todavía jefe de la oposición) ha evitado la tentación del perfil bajo con el que se sentía más cómodo su socio de coalición.

Desde la perspectiva de la gestión del conflicto, lo más relevante no ha sido tanto que en Bruselas, Varsovia o (con algo más de sordina) Washington se aprecie esta línea de actuación española. Lo que seguramente tiene más valor es que Moscú lo haya percibido. Lo que Putin podía esperar de un país tan remoto en la distancia, sin apenas historia de conflictividad previa y al que la diplomacia rusa ocasionalmente halaga con el título retórico de socio estratégico, era una conducta más bien pasiva, incluso apaciguadora, que de facto pudiera llegar a debilitar la unidad euroatlántica. No se esperaba, en suma, una España proactiva. Y no es de extrañar si se recuerda cómo nos comportamos en las dos últimas temporadas de expansionismo irredentista ruso. En febrero de 2014, a pesar de la anexión ilegal de Crimea o del europeísmo heroico demostrado en la plaza del Maidán, buena parte de nuestros responsables diplomáticos y analistas militares seguían pensando que era buena idea evocar las ventajas de un continente unido “de Vigo a Vladivostok” y parecía haber más preocupación por el (pequeño) impacto en el PIB nacional que tendrían las sanciones a Rusia que por mostrarse solidario con nuestros socios económicos de verdad en Europa central y oriental.

Pero el contraste entre el enfoque actual y el pasado es todavía mayor si se compara con el conflicto previo, en verano de 2008, cuando Rusia promovió la secesión de dos provincias rebeldes en Georgia. El ministro de Asuntos Exteriores de entonces declaraba que el objetivo de España era “evitar que nos coloquen de nuevo una agenda de guerra fría” (nótese el pronombre plural que aludía casi por igual a Moscú y a nuestros aliados), presumía de la señal que suponía no haber acudido siquiera al consejo de ministros convocado por la OTAN para gestionar aquella crisis e incluso coincidía con la línea argumental del Kremlin al hacer un paralelismo de lo sucedido en Osetia y Abjasia (solo reconocidas por Rusia y Nicaragua) con el caso de Kosovo (reconocida por el 90% de las democracias occidentales). Como quiera que sea, muy poco después de exhibir ese perfil rayano en el no alineamiento, España se enfrentó a la larga Gran Recesión, luego mutada en una crisis de deuda soberana, donde tanto sufrimos como país. Es difícil afirmar que un enfoque más alineado con nuestros auténticos intereses y valores hubiera servido para equilibrar nuestra débil posición económica en la eurozona, pero es seguro que no ayudó el no haberlo hecho.

Y es que es tal vez ahí, en el tablero propiamente europeo, donde también hay que buscar buena parte de las razones que explican esta voluntad de jugar de modo decidido, sin cautelas ni dobleces. Mostrarse fiable y coherente con los valores de la estabilidad en el continente no solo tiene gran valor en sí, sino que además permite (como al reino sardo en 1855) sentarse con más autoridad, con más fuerza en la mesa europea que trate de la paz y seguridad ahora amenazadas, pero también de autonomía estratégica, de reglas fiscales o de instrumento permanente de financiación europea. Nos jugamos mucho en el Donbás, como potencia media que aspira a un mundo seguro, como cuarto Estado miembro de la UE que necesita reforzar el proceso de integración del que tanto depende nuestra solidez interna como país, nuestro bienestar en suma.

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