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Elecciones en Brasil
Columna
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“¡No me maten!”

El grito de un joven congolés linchado en la playa en Río de Janeiro quizás sirva para que a la hora de ir a las urnas los brasileños decidan devolver al país su felicidad

quiosco en Río de Janeiro sobre elecciones en Brasil
Pintadas de "cobardes" en el kiosko Tropicalia, donde fue linchado Moise Kabagambe, en Barra de Tijuca el 2 de febrero.SERGIO MORAES (REUTERS)
Juan Arias

Se llamaba Moise Mugenyi Kabagambe el joven congolés de 24 años que el 24 de enero pasado fue linchado en la playa de Barra da Tijuca, en Río de Janeiro, frente al kiosko Tropicalia. A pesar de que los brasileños están tristemente acostumbrados a convivir con uno de los porcentajes de homicidios mayores del mundo, esta vez, la dureza del crimen ha conmovido a todo el país. El grito del joven antes de agonizar, “¡No me maten!”, sigue resonando en las redes sociales y en la conciencia de quienes a pesar de todo apuestan y trabajan cada día a favor de la paz y de la concordia.

Según la promotora que analiza el caso, que quedó grabado en las cámaras de seguridad del kiosco, “se comprueba una acción en el grado más alto de crueldad, de perversidad, de desprecio por la vida”. El joven que trabajaba como camarero en el kiosco es descrito por los clientes como “alegre y educado”. Perdió la vida solo por haber pedido al dueño del chiringuito que le pagase 200 reales (33 euros o algo menos de 38 dólares) que le debía.

El joven que gritaba para que no lo mataran fue linchado por cinco hombres a base de puntapiés, puñetazos y golpes de madera. Según los exámenes médicos, Moise estuvo agonizando 10 minutos antes de fallecer y fue encontrado atado de pies y manos, aún con los ojos abiertos.

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Quizás la brutal ejecución llevada a cabo en la arena de la bella playa de Río, envidia del mundo, está causando una doble indignación en la sociedad y ha hecho estallar las redes sociales porque el país vive políticamente en un clima donde el Gobierno del fascista Jair Bolsonaro tiene como lema que el “mejor bandido es el bandido muerto”. Si es ejecutado, mejor aún.

El presidente es un defensor de la tortura y de la pena de muerte. Su política, sus gustos, sus deportes tienen todos relación con las armas, cuyo mercado ha facilitado porque su sueño es que todo el país esté armado. Su gesto preferido es el de simular con las manos el acto de disparar un revolver. Durante la campaña electoral indignó una escena en la que el candidato a presidir el país tomó en sus brazos a una niña de cinco años y le enseñó a imitar, mientras reía feliz, el acto de disparar un arma con su mano inocente.

Toda esa pasión por las armas del jefe del Estado ha ido creando un clima en el país en el que la violencia y las ejecuciones sumarias se han convertido en algo normal. Diría deportivo si el adjetivo no me hiriera en la boca.

Hay quien teoriza que Brasil fue siempre un país violento. Es verdad solo en parte y es que hoy esa violencia es institucional alimentada por los instintos de muerte de un presidente que se burla, por ejemplo, de quienes se protegen de la pandemia considerándolos “cobardes”.

Llevo 20 años en este país y soy testigo de que la violencia de hoy ha cambiado de cara porque es alimentada desde el poder con el desprecio por la vida y la exaltación de la dictadura militar. Hoy, quizás como reacción a ese clima de muerte que se ha instalado, está creciendo en todo el país un movimiento inédito de solidaridad, por ejemplo, con al aumento que está habiendo de personas sin techo que viven y mueren en la calle.

Quizás el exceso de falta de humanidad del presidente esté despertando en la sociedad un movimiento de defensa de la vida, de acogimiento de los más dejados a su suerte por la grave crisis económica. Ese Brasil que reacciona a la violencia con sentimientos de compasión y ayuda a los que se van quedando perdidos en la vida me recuerda la escena que yo presencié al llegar aquí. Fue en la playa de Copacabana, también en Río de Janeiro, donde una mujer ya mayor, cayó desmayada. En pocos segundos se juntaron una docena de personas con su móvil en la mano llamando a una ambulancia. En el Consulado me decían entonces que los españoles que venían a Brasil querían quedarse. Comentaban que aquí " la gente es amable, alegre y solidaria”.

Hoy aquella alegría y aquel espíritu de acogida se está perdiendo en medio del humo de sentimientos de hostilidad, desconfianza y violencia instigados desde el poder. Como ha dicho el expresidente Lula da Silva, que aparece en los sondeos como el candidato con mayor fuerza para derrotar a Bolsonaro, “Brasil necesita recobrar su alegría perdida”.

El grito del joven trabajador congolés de “¡No me maten!” que sigue resonando en la arena blanca de las playas de Río donde fue vilmente ejecutado y agonizó con los ojos abiertos, quizás sirva, triste paradoja, para que a la hora de ir a las urnas los brasileños decidan esta vez devolver al país su felicidad perdida tras haberse liberado de la pesadilla del que es ya considerado como el peor y más violento de los gobiernos democráticos de este país.

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