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Tribuna
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Porque todo está ligado

No hay cultura del odio sin difamación, y ante el proyecto neoliberal de destrucción de la esfera pública la izquierda de Portugal debe tener la oportunidad de probar su discurso plural y solidario

Elecciones Portugal
Una mujer en una manifestación del partido ultraderechista Chega, en Lisboa en 2020.PATRICIA DE MELO MOREIRA (AFP)

En esta campaña para las elecciones en Portugal, el candidato del Partido Social Demócrata (PSD), Rui Rio, ha dicho que si la televisión pública no da beneficios, deberá ser privatizada. La privatización parece ser la solución para todo, es una solución común al PSD, Chega, Iniciativa Liberal o al Centro Democrático Social (CDS). ¡Pero la televisión, como la cultura, el teatro, la salud, la educación, no tiene que dar beneficios en un sentido pragmático! En el caso de la cultura, el beneficio es inmaterial, pero es un patrimonio que se va construyendo y que no tiene precio. Pienso que toda la izquierda defiende la cultura, de la misma forma que a la derecha nunca le interesó un pueblo culto, porque eso significa un pueblo que piensa, que cuestiona y que es crítico.

Una sociedad culta y con educación es una sociedad más apta para exigir una vida decente, es una sociedad que defenderá más fácilmente los impuestos como forma de ayudar y mantener la “cosa pública”. Un pueblo culto se batirá más fácilmente, pienso, por la defensa del planeta porque sabrá que todo forma parte de todo, que yo solo soy yo porque hay un otro. Véase cómo en la argumentación del movimiento antivacunas, que está, en gran medida, ligado al extremismo de la derecha, nunca hay una referencia al “otro”.

Noam Chomsky tiene un libro, Requiem for the American Dream: The Ten Principles of Concentration of Wealth and Power (2017), en que defiende que dos de los principios para la concentración de la riqueza y del poder por los gobernantes, por los capitalistas, por los ideólogos estadounidenses son “mantener la chusma dentro del orden” y “atacar la solidaridad”. Esto conecta con lo que acabo de explicar sobre la relación entre el yo y el otro, porque atacar la solidaridad significa abrir camino hacia el odio, con la insistencia en la perpetuación de los roles de género: las supuestas feminidades y masculinidades. O sea, es tan importante que estemos atentos a la desigualdad social como a la desigualdad de género. En el caso de los hombres, la promoción por la derecha de un lenguaje hipermasculinizado, violento; en el caso de las mujeres, de un lenguaje de docilidad y sumisión. Recuerdo una frase que gritaban los seguidores de Trump, antes de la invasión del Capitolio de EE UU: “¡La testosterona está llegando!”.

Es que todo está ligado. Retomar la tradición de vestir niñas de color rosa y niños de azul, como fue defendido por la Moción Estratégica Global para Portugal, presentada en la convención del Chega, que defendía también “la extirpación de los ovarios” de “las mujeres que abortasen en el Sistema Nacional de Salud por motivos que no fuesen de riesgo inminente para su salud”. Esa moción fue rechazada. Pero fue escuchada y discutida con seriedad, como si fuese un asunto de interés nacional. Y fue muy aplaudida.

No hay cultura del odio sin difamación, y el proyecto neoliberal de destrucción de la esfera pública es connivente con ella. Para que esa cultura del odio progrese es necesario mentir y distorsionar los hechos, atacar la solidaridad, declarar los movimientos de emancipación social como amenazas, colocar a las personas contra las personas. Es una experiencia estremecedora (y al mismo tiempo muy esclarecedora por las semejanzas) leer 2083: A European Declaration of Independence, el manifiesto de Anders Breivik, el terrorista nazi noruego que cometió los ataques de 2011. En él, Breivik culpa al feminismo por incentivar la erosión del tejido de la sociedad europea y defiende la restauración del patriarcado para salvar la cultura europea a través de la derrota del “marxismo cultural”, una expresión muy apreciada a la derecha.

Si es fundamental el activismo social, también lo es el activismo de aquellos y aquellas que trabajamos con la literatura, con el arte: impulsar el pensamiento sobre las poéticas y las políticas relativas al género, al sexo y a las sexualidades, reflejando sobre esta ola del contexto mundial reciente que ha venido a alimentar una visión retrógrada y reaccionaria de los derechos humanos y del ejercicio de las diferencias, bases fundamentales para la verdadera ciudadanía.

Pienso ahora en cómo la extrema derecha brasileña y la estadounidense han afrontado la cuestión ambiental. Jair Bolsonaro dijo en abril de 2017 que “las reservas indígenas y las quilombolas [organizaciones de antiguos esclavos, reconocidos constitucionalmente en Brasil desde los años 80] estorban a la economía”. O aquella famosa casi anécdota, si no fuera gesto trágico, del senador republicano James Inhofe, fundamentalista, antifeminista y contra los derechos de los homosexuales, cuando llevó una bola de nieve al Senado de EE UU para probar que el calentamiento global era un fraude. Quisiera destacar el escaso debate en esta campaña electoral en Portugal sobre una cuestión ligada al medio ambiente y, por tanto, a las personas. Me refiero a la explotación del litio, un inmenso atentado al equilibrio ambiental, a la convivencia armónica de los humanos (y de los animales) con su entorno, a la belleza del paisaje.

La izquierda siempre se enorgulleció de tener un discurso plural y una práctica solidaria. Que pueda tener ahora la oportunidad de probarlo.

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