Y llega la mojiganga
Algún lector se querrá consolar pensando que esto es cuestión de aguantar unos días el espectáculo, la música estrepitosa y los disfraces. Pero no se consuelen: en unos meses habrá nuevas elecciones autonómicas, así que es previsible que el corral de comedias no se cierre tras esta campaña
La actividad electoral y preelectoral de los partidos se parece cada vez más a una mojiganga. Es más, la actividad de un partido político en la campaña es una completa mojiganga. Cuando en época de carnavales nuestros antepasados se asomaban a la puerta porque se oía la música de la mojiganga, se topaban con un personaje risible que hacía de guía de un pasacalles de gente con máscaras y disfraces grotescos. El espectáculo era tan celebrado que en el siglo XVII las compañías de teatro le vieron la punta y empezaron a incluir mojigangas en sus representaciones: entreactos y finales de fiesta incorporaban estos entretenimientos de argumento propio, con un guion breve, burlesco y disparatado. Sus códigos eran distintos a los de la comedia. En la teoría literaria, la mojiganga se consideraba farsa y no comedia porque no intentaba provocar empatía en el espectador, sino dar lugar a una risa irreflexiva y básica. El público sabía también que después de una representación con argumento más o menos esforzado llegaban estas gracietas sonoras y extremas.
Las mojigangas que saltaron de las calles a los corrales de comedias parecen haberse recuperado modernamente en las campañas electorales españolas, que contienen todo lo que había en el gran teatro de nuestro Siglo de Oro. Si la mojiganga irrumpía con música estrepitosa de inicio y cierre, nuestros mítines acaban con los saturados himnos del partido y el cernidillo del confeti; si la mojiganga es farsa (del latín farcire, rellenar), no hay más relleno que el mitin en todo lo que no es la parte emitida para el corte del telediario. Y husmear en los diccionarios antiguos nos da otra pista más en estos parecidos razonables. Decían las viejas fuentes que quienes participaban en las mojigangas llevaban “disfraces ridículos, enmascarados los hombres, especialmente en figura de animales”, y la precampaña electoral de ahora, la de las elecciones de Castilla y León, parece estar librándose ya con la caracterización de que los contendientes se retratan, si no como animales, sí entre ellos: menudean las fotos con vacas y granjas de fondo para hacerse con el disputado voto de la España rural y la España vaciada.
Los dramaturgos del Siglo de Oro le dieron al público lo que el público quiso, y esto que tenemos como votantes es lo que pedimos por las redes sociales y en las encuestas: análisis rápido, crítica voraz y pasacalles exagerados de alharacas. No pidamos estadistas de discurso paciente e ideología pegada a la piel como un sudario si luego terminamos aplaudiendo a los fogosos oradores que tratan las ideas como un traje que uno cambia y suelta a placer.
Acepto que esto que habitamos es un gran teatro del mundo, pero si se trata de decidir qué compañía dejamos entrar a la escena del Gobierno deberíamos apostar por ser público de géneros teatrales más ilustres, como la comedia o incluso el drama, llegado el caso. La mojiganga es divertida siempre que se quede en eso: en el postre de la actuación por la que uno paga.
Algún lector se querrá consolar pensando que esto es cuestión de aguantar unos días el espectáculo, la música estrepitosa y los disfraces. Pero no se consuelen: en unos meses habrá nuevas elecciones autonómicas, así que es previsible que el corral de comedias no se cierre tras esta campaña y que tengamos función continua. Esta mojiganga viene para quedarse.
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