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Columna
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El nudo verdadero

El 1 de enero, las manos de mi alumna recibieron a un niño muerto. Dacia Maraini escribió que cuando a traición murió el niño con el que jugaba en secreto y al que ya tenía en brazos incluso antes de que abriera los ojos, a punto estuvo de morir ella también

Louise Bourgeois
Louise Bourgeois

Una de mis alumnas más queridas es comadrona. También es una de las que más aprendo. No sé cómo llegó a mi taller, ni por qué lo hizo, pero es uno de esos regalos de los que una se preocupa de mantener a salvo de cualquier rotura.

Pintar es mirar, y alguien que a diario mancha la tela ensuciándose las manos con la sangre de otra mujer, ha de ser sin duda una buena pintora. Sus manos de carne, las que en el taller sujetan una gubia o resinan una plancha, cargan con la sabiduría de las manos de todas las comadronas que recibieron carne tierna antes que las de ella. La mirada de mi alumna, acostumbrada a la materia, al tejido blando, al paño pulcro, recorre chorretones de sangre en muslos y rodillas, y es capaz de trasladar a la pintura la veladura blanca con la que llegamos al mundo. “El vérnix. Es una sustancia cremosa que protege la piel”, dice. La imagino de pie en un quirófano con luz de carnicería. Yo, que nunca estuve presente en un parto y sufrí imaginando el de una perra cuando leí a Diamela Eltit, pienso en su fortaleza vestida de azul en medio del ajetreo del hospital, encadenando turnos de noche. En mis recuerdos de Vaca sagrada, Eltit sangra. Sangra mucho. Se funde en su sangre con su amante y al acabar, los dos observan cómo la sangre se seca endureciendo sus cuerpos. La perra embarazada de mi recuerdo arrastra la barriga, y un hilillo rojo la sigue por el piso. Una mujer cierra con las manos la herida que ha desgarrado al animal parturiento pero la sangre no se detiene.

Hace tiempo soñé que era yo quien paría a una perra, una galga enorme, sucia de vérnix, que salía de mi vientre dispuesta a correr y no detenerse y se llevaba todo mi amor con ella.

La primera vez que mi alumna llegó al taller trabajó un aguafuerte en el que grabó un nudo de cordón. Hablaba con verdadera emoción: “el cordón umbilical, a veces, aparece anudado, lo veo en muy pocas ocasiones, una o dos veces al año. Recibimos el nudo como un mensaje mudo, maravilladas por la carne presionada que deja correr la vida por su estrechez. Los nudos verdaderos no se tiran.” El nudo en el cordón umbilical se forma generalmente en el primer trimestre, cuando el embrión es pequeño y tiene mucho líquido para desplazarse. Se observa aproximadamente en uno de cada cien embarazos. El bebé crece, y también lo hace el cordón, con lo que puede ir estrechándose. Generalmente se descubren tras el parto, y suelen provocar mucha emoción entre las personas que lo asisten. Por su belleza, y porque de alguna manera, nos recuerdan nuestra fragilidad.

La alumna comadrona iba a pasar su noche de fin de año en el paritorio y le deseé que el año nuevo comenzara con un nudo verdadero, quién sabe, quizás sería ella quien traería al mundo al primer niño de 2022. Pero hay otra cosa que también se da muy de vez en cuando en los paritorios y que nada tiene que ver con la llegada al mundo de un nudo de carne. El 1 de enero, las manos de mi alumna recibieron a un niño muerto. Dacia Maraini escribió que cuando a traición murió el niño con el que jugaba en secreto y al que ya tenía en brazos incluso antes de que abriera los ojos, a punto estuvo de morir ella también. Pensé en mi propia experiencia y en cómo me las apañé para aliviar el dolor por la pérdida de mi hija.

“Cuando esto sucede, hacemos un gran esfuerzo para asimilar lo que viene después. Muchas veces la madre se mantiene impasible mientras el padre se deshace en lágrimas, suele preguntarnos con voz serena qué es lo que ha de hacer y pare al niño sabiendo que no escucharemos ningún llanto cuando llegue al mundo. Cuando están los tres con nosotras, los dejamos solos. El nudo de esas madres y padres con sus hijos muertos es uno de los más hermosos nudos verdaderos. Los nudos verdaderos no se tiran”.

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