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Venezuela
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sebastián ya no espera

Más de 60 niños han fallecido esperando recibir un órgano desde que el Gobierno de Venezuela suspendió los trasplantes en 2017. La historia de Sebastián Morrillo, que murió el 31 de diciembre, es una de las caras más dolorosas de la crisis humanitaria que vive el país

Sebastián García (14 años) diagnosticado con Linfoma de Hogkin falleció  en espera de un transplante de Médula Ósea en Caracas, Venezuela
Sebastián Morillo falleció en espera de un transplante de médula ósea en Caracas, Venezuela.Gaby Oráa
Florantonia Singer

Sebastián cumplió 15 años días antes de la Navidad. Le picaron dos tortas de dinosaurios. Se puso una gorra y una franela deportiva con su nombre y el número 15, como si fuera un jugador de fútbol o de béisbol. O más bien un atleta de la espera. Sonrió entre familiares con el tapabocas en la barbilla para Instagram. El 25 de diciembre su mamá se hizo una selfie con él. Cenaban en el cuarto de ella —escribió bajo la foto— probablemente los restos de la Nochebuena.

De un post a otro todo cambió. En la siguiente publicación su madre pedía apoyo para cubrir los gastos de una nueva recaída de Sebastián en el hospital J. M. de los Ríos, en Caracas, una diligencia para la supervivencia a la que están condenados la mayor parte de los venezolanos que se enferman en un país petrolero que se ha empobrecido vertiginosamente, donde los hospitales no tienen nada. Sebastián murió la mañana del último día de 2021, luego de un año de por lo menos 28 publicaciones de su mamá en Instagram con peticiones como las siguientes: “Se necesita plasma, aciclovir, ampollas de bendamustina, sangre tipo A positivo, más plasma, un dólar de colaboración por una clase de aeróbics para recaudar fondos para el trasplante de Sebastián, dona al Go Fund Me de la familia, que reactiven los trasplantes en Venezuela, ¡que se reactiven ya!”.

Una tarde de octubre pasado, luego de un aguacero, conocí a Sebastián Morillo y su mamá, Jackeline García. En la sala de su casa, escaleras arriba en Los Magallanes de Catia, al oeste de Caracas, estaban todavía inflados los globos por los festejos de los 14 años como una fe vida. Por esos días se corría el rumor de se iba a revertir la decisión tomada en 2017, cuando suspendieron los trasplantes y la procura de órganos —que ya venían en picada desde que el Gobierno le quitó a una fundación la gestión de este proceso— por la grave crisis hospitalaria que pacientes y organizaciones sociales vienen denunciando desde 2014 y que para entonces Nicolás Maduro todavía negaba.

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Esa decisión dejó en el limbo a unos 4.000 pacientes que necesitan un órgano nuevo para vivir, un difícil cálculo que han hecho algunos activistas de derechos humanos que han denunciado estas violaciones al derecho a la salud en organismos internacionales. Pero por esos días de octubre le habían dicho a Sebastián que era candidato, que había señales de que podría salir del limbo. “Vamos a retomar los trasplantes”, dijo Maduro en la televisión el 16 de noviembre mientras recorría un hospital. El tema lo intentaron discutir en las negociaciones en México, pero el Gobierno las abandonó luego de la extradición de Alex Saab.

A la mamá de Sebastián le pidieron consignar de nuevo los papeles y exámenes que ya había introducido meses atrás con una fecha reciente, como si la necesidad de atención médica urgente de un adolescente con cáncer en la sangre como Sebastián se hubiera vencido. En esos días, previos a las elecciones regionales, la posibilidad del trasplante lucía más como una promesa de campaña, pero para algunas familias era una esperanza o al menos una nueva espera en la que algunos siguen, menos Sebastián.

Sebastián superó un linfoma no hodgking (un cáncer que se origina en el sistema linfático) a los seis años, pero requería de un trasplante de médula ósea para curarse. Luego de ocho años en remisión el cáncer volvió a aparecer y su mamá prefería sospechar del covid cuando apareció el malestar. Jackeline había perdido a su hermana y su mamá meses atrás por cáncer. Esa enfermedad la hizo regresar rápidamente con su hijo de Lima —a donde habían emigrado como lo han hecho millones de venezolanos— para ayudar a sus familiares, porque “el cáncer no espera”, como se lee a menudo en los carteles de pacientes que insistentemente protestan por las fallas del sistema público de salud y la falta de medicinas o la imposibilidad de comprarlas.

Además de sus propios duelos, los niños que requieren trasplantes en Venezuela y sus familias cargan con el de los compañeros de quimioterapia o de diálisis que mueren en la espera. El sillón donde uno se conectaba a la máquina de tratamiento es reasignado a otro que está mucho más atrás en la carrera, pero la cuenta siempre es una resta. Sebastián nos mostró su cuarto y escribió en mi libreta de notas Indominus rex, el nombre de su dinosaurio favorito entre las decenas que coleccionaba, una especie de la ficción genética. “No existió de verdad”, me aclaró como buen aficionado. Cuando conocí a Sebastián habían dejado de existir más de 60 niños venezolanos que necesitaban un trasplante, un pesado número sobre el que Jackeline, de pocas palabras, me dijo: “Trato de no pensar mucho en eso. Esas cosas solo las hablo con Dios”. Antes de Sebastián murieron dos niños más de su servicio, solo en diciembre. Para los otros, la espera sigue.

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