Los atrapados
Quizá está llegando la hora en la que al menos una parte considerable de la sociedad se enfrente al desafío de desarrollar la responsabilidad personal. No hay otra
Ahora que comienza el tercer año de infección, la percepción generalizada es la de encontrarnos rodeados de trampas para conejos. Y la mala noticia es que los conejos somos nosotros. Durante las fiestas navideñas se ha abusado del recurso de las pruebas de antígenos. Funcionaron como placebo social, perdida ya toda esperanza de alcanzar la atención sanitaria de primera línea que es preventiva y útil. De ahí que el hágaselo usted mismo terminara por convertirse en la única iniciativa social. Y los líderes más oportunistas volvieron a ver una ventana de oportunidad y ofrecieron los test gratuitos. Pero otra vez la idea fue por delante del proveedor, se agotaron en un instante y condenaron a la farmacia a una mezcla de especulación y mercado persa. La misma idiotez que cuando todo empezó, pero es una idiotez rentable electoralmente. El autoanálisis conviene porque no mancha y no deja huella. Te ofrece un resultado poco fiable, porque un minuto después de obtenido el negativo te vuelves a relacionar con la infección masiva en todas sus formas, pero era mejor que la nada. Quizá está llegando la hora en la que al menos una parte considerable de la sociedad se enfrente al desafío de desarrollar la responsabilidad personal. No hay otra.
Pero las trampas para conejos no se limitan a la engañosa seguridad sanitaria. A vueltas con los beneficios y perjuicios de algún grado de restricción, nos sentimos atrapados por la vida comercial. Cualquier instante en el que no participamos del consumo nos convierte en traidores a la causa de nuestra recuperación económica. Nunca antes en la historia de la humanidad los ciudadanos cargaron a sus espaldas con la losa del PIB nacional. Eliminada la culpa religiosa, nos han impuesto la culpa del remonte del crecimiento. De tanto en tanto, el Banco de España nos propina un informe en el que afea lo poco comprometidos que estamos con aumentar nuestra previsión anual y nos vamos a casa a flagelarnos y comprar en línea, como antes pudiera uno sangrarse la espalda a latigazos. Los batallones de furgonetas de reparto de paquetería que atraviesan nuestras calles son un ejemplo de la regla dorada de nuestro consumo, que es exactamente igual que el niño que aprende a montar en bicicleta y en sus primeros metros prefiere tragarse el muro que tiene delante que dejar de pedalear. Dejar de pedalear nos da más miedo que nada.
Nadie habla de los billones que ingresan laboratorios de ocasión y farmacéuticas sin otra nobleza que la bolsística, pero, eso sí, nadie deja de comentar la última película de Netflix. No tanto porque sea buena o necesaria, sino porque es la novedad en línea. En el consumo audiovisual nos hemos dejado atrapar por la suscripción. Como pagamos el abono mensual ya no hay otra que rebajar nuestra voluntad a algo obligatorio. El pago por adelantado se alza sobre ese truco. Habrá que ver lo que echan y si no te gusta, más vale que te empiece a gustar. Que para ese mecanismo de torcer el criterio propio venimos entrenados desde adolescentes. No en vano aún se consideran grandes éxitos ejemplares de la televisión los que se emitían en tiempos de un solo canal. Se degustaban por eliminación, ¿pero a quién le importa pararse a pensar en ello? No vamos a ser aguafiestas y, como buenos conejos, mostrémonos dispuestos a caer en la trampa, algo a lo que obliga la sana relación entre cazador y cazado.
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