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COLUMNA
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Un país sin proyecto colectivo

En España la política siempre funciona a partir del principio del mal menor, no del bien mayor

Ley de reforma laboral
Yolanda Díaz en una de las reuniones en las que participaron Gobierno y agentes sociales para la derogación de la reforma laboral.Eduardo Parra (Europa Press)
Fernando Vallespín

Una vez más, empresarios y trabajadores han ofrecido un ejemplo al llegar a un acuerdo en la reforma laboral, un tanto que se ha apuntado legítimamente el Gobierno. A falta de la confirmación parlamentaria del real decreto, este se encuentra ahora con que sus socios habituales en las Cortes lo hacen depender de los intereses particulares —algunos ideológicos, otros territoriales— de algunos de ellos. La aprobación del Presupuesto ya fue el antecedente de esta misma actitud, una casi obscena escenificación del trapicheo de partidas económicas y concesiones políticas entre los diferentes grupos y el mismo Gobierno. Aunque aquí es más fácil ver la botella medio llena: más vale tener un presupuesto hecho de retazos de intereses que volver a convocar elecciones. En España la política siempre funciona a partir del principio del mal menor, no del bien mayor.

En el caso de la reforma laboral, y dado que se trata de eso que solían llamarse acuerdos neocorporatistas, sujetar la voluntad de las partes protagonistas a otra supuesta negociación posterior entre grupos políticos es el mejor medio para no llegar a alcanzar nunca el fin. Puede que este sea el objetivo buscado. Si no gana claramente la parte con la que simpatizo —los sindicatos en el caso de Bildu y ERC o los empresarios en el del PP—, rompo la baraja. ¿Qué es eso de que tengamos que ganar todos? ¡Hasta ahí podíamos llegar!

Si antes he dicho que el acuerdo era ejemplificador es, precisamente, porque ambas partes han hecho concesiones, porque han preferido el consenso final al rudo esquema de suma cero en el que unos deben imponerse sobre otros. Lo conseguido en el pacto social permitió acceder a una especie de mínimo común denominador que asegura la estabilización de los conflictos en este campo específico. Así funciona eso que llamamos interés general. Igual que —como se explica en la primera lección de Sociología— la sociedad es algo más que la suma de sus individuos, el interés general es algo más que la suma de los intereses particulares. Son estos últimos los que han de ajustarse a aquel. Aquí operamos a la inversa: si no se atiende a lo que considero que es lo mío o no satisface mis ansias de poder, ¡veto!

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Como estrategia política es legítima, pero sus resultados saltan a la vista. Aparte de sus muchas trabas para la gobernabilidad, dejan al país huérfano de un proyecto en el que podamos identificarnos todos y que entre todos estemos llamados a realizar. Cada grupo tiene el suyo. Lo general se lee en clave particularista. Que los partidos independentistas no se sientan concernidos va de suyo, lo que ahora ocurre es que esa actitud se empieza a extender también a otros territorios. Y como trasfondo está la incapacidad de las dos grandes fuerzas nacionales de alcanzar el más mínimo acuerdo en campo alguno. Si en esas estábamos, el 2022 asoma ya con hechura electoral: Castilla y León y enseguida Andalucía. La dinámica es bien conocida, los partidos se arman para la guerra. El incentivo reside en la diferenciación y en la disensión abierta cuando no en la descalificación moral mutua, como observamos en la campaña de Madrid. En el horizonte, además, con unas elecciones generales a cara de perro. Bajo estas condiciones, hago mía la máxima de mi maestro Francisco Murillo: “Solo soy optimista respecto al futuro del pesimismo”.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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